Por Daniel Ramazzotti
Hace frío. Miro por la ventana y veo decenas de turistas recorrer
las calles de la ciudad. También veo a cientos de residentes
que se trasladan de un lugar a otro y hacen frente al frío
y al viento de una tarde anónima.
Entre todos distingo a Mónica y a Sergio, los padres de la
adolescente que fue abusada sexualmente y además salvajemente
golpeada por un hombre al que la Justicia condenó a siete meses
de prisión.
Mónica y Sergio son jóvenes, pero la edad se les vino
encima. Se les ve en el rostro.
Me saludan y sacan de una bolsita de nylon un enorme expediente y
además varias fotocopias de una carpetita de cartón
que ella aprieta contra su pecho.
Me miran, y sin más disparan: ¿Por qué? No sé
qué decirles. Rápido busco en mi mente una respuesta
y se me ocurren dos posibilidades: una es decirles algunos de los
argumentos técnicos que los expertos en leyes me dieron y que
tienen que ver con declararse culpable, juicio abreviado, cambio de
carátula y demás yerbas. La segunda opción es
caer en lugares comunes y hasta algo trillados por ejemplo: “Para
los pobres no hay justicia”. Prefiero guardar silencio, por
respeto.
Sergio es albañil, me muestra algunos papeles, me cuenta las
versiones y los dichos de los encargados de impartir justicia y su
cara se transforma. No tiene odio, tiene frustración, tiene
miedo. Sergio tiene miedo de seguir viviendo en San Martín
de los Andes, tiene miedo por sus hijas, su esposa, por él.
Se quiere volver a Cutral Co, dice que allá se siente más
seguro. Mónica por su parte se niega a dejar a sus catorce
hermanos y la ciudad que la vio crecer. Afirma que viven un calvario.
Un calvario. No hay palabra que exprese mejor la situación
por la que atraviesan.
La indignación, la vergüenza por ser víctima de
un delito de índole sexual o hasta preocupación por
la seguridad familiar, todo eso, lamentablemente, ya forma parte de
sus vidas.
Calvario al que fueron empujados por la acción Iván
Chávez Almonacid -un delincuente de 37 años con un frondoso
prontuario policial y antecedentes por violación en Chile,
de donde es oriundo- y del cual hasta ahora da la sensación
que la justicia no los ayuda a salir.
Un calvario es el que enfrentan a diario Mónica, su esposo
Sergio y sus tres hijas de 17, 11 y 4 años, y lo hacen prácticamente
en la más absoluta soledad y a veces hasta con culpa. Sí,
aunque parezca mentira el fantasma de la culpa sobrevuela la conciencia
de estos padres que mandaron a su hija a la despensa que está
a 50 metros de su casa a comprar “un caldito” para hacer
una sopa.
Llevan sobre sus hombros una condena, que para ellos pesa más
que la cruz de Cristo y sin embargo para el agresor fue mínima:
siete meses de prisión y luego, la libertad, ya que hasta ayer
la familia no tenía noticias del juzgado en cuestión,
tal como no las tuvo nunca, sobre si se realizan o no gestiones para
deportar al delincuente a su país.
¿Por qué? Me preguntan otra vez, mientras guardan el
expediente en la bolsita de nylon y fotocopias en la carpetita de
cartón. Otra vez guardo silencio.
La noche cayó sobre la ciudad, los turistas hacen compras,
los residentes siguen el devenir de la vida, mientras, Mónica
y Sergio vuelven a su hogar tratando de hallar respuesta a una pregunta
que parece tan sencilla y que sin embargo parece que no lo es: ¿Por
qué?
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