A 32 años del último golpe de Estado

 
 
Mañana se conmemora el Día de La Memoria, fecha para no olvidar el proceso autoritario más sangriento de la historia argentina.

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Por LAURA ROTUNDO

Mañana es feriado nacional, ya que se celebra el Día de la Memoria, en ocasión de un nuevo aniversario del inicio de último golpe de Estado que transitó la República Argentina.
En este artículo, una síntesis de la triste trayectoria de gobiernos de facto que vivió nuestro país y la descripción de algunos de los horrores del tramo militar más cruento de la historia nacional.

A la expresión golpe de Estado se le atribuyen diversas definiciones: «Medida grave y violenta que toma uno de los poderes del Estado, usurpando las atribuciones de otro» u «acción de apoderarse violenta e ilegalmente del gobierno de un país alguno de los poderes del mismo, por ejemplo, el ejército», o «usurpación ilegal y violenta del poder de una nación o apropiación del poder por parte de un grupo».
Una descripción más profunda de esta terminología enuncia que «un golpe de estado es la violación y vulneración de la legalidad institucional vigente en un Estado por parte de un grupo de personas que pretenden, mediante la fuerza, sustituir o derrocar el régimen existente, sustituyéndole por otro propicio y generalmente configurado por las propias fuerzas golpistas».
Y agrega: «Este ataque contra la soberanía implica que la mayoría de los golpes de Estado supongan la retención de los organismos depositarios de aquélla (cámaras parlamentarias y gobierno) o de sus miembros. Los participantes suelen tener control sobre elementos estratégicos de las fuerzas armadas y de la policía y, para asegurar el triunfo de su acción, intentan hacerse con el de los medios de comunicación.
Durante muchos años el golpe de Estado ha sido un instrumento habitual para el derrocamiento de gobiernos en el Tercer Mundo. La pobreza, la insuficiente madurez política, económica y social, y una larga tradición de liderazgo militar, han hecho que muchos países sean especialmente propensos a derrocar a los gobiernos de este modo».
La República Argentina -entre 1930 y 1983- vivió un largo período marcado fundamentalmente por 6 golpes de Estado (1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976) con pequeñas etapas de democracias débiles. Esos golpes fueron producidos por las Fuerzas Armadas, en muchos casos, con apoyo de civiles. Se impusieron gobiernos de facto que interrumpieron la vida constitucional del país, con el objetivo de «poner orden».

El último golpe
Tal como lo manifiesta el sitio del Ministerio de Educación de la Nación, el 24 de marzo de 1976 ocurrió lo que muchos esperaban: Isabel Perón fue detenida y trasladada a Neuquén. La Junta de Comandantes asumió el poder, integrada por el Teniente General Jorge Rafael Videla, el Almirante Eduardo Emilio Massera y el Brigadier General, Orlando Agosti. El primero de ellos fue designado presidente de facto.
Se dispuso que la Armada, el Ejército y la Fuerza Aérea conformaran el futuro gobierno con igual participación y de este modo, comenzó el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional.
José Martínez de Hoz fue designado ministro de Economía y, el 2 de abril, anunció su plan para contener la inflación, detener la especulación y estimular las inversiones extranjeras.
La gestión del entonces titular del Ministerio de Hacienda, en el contexto de la dictadura en que se desenvolvió, fue totalmente coherente con los objetivos que los militares se propusieron. Durante este período, la deuda empresaria y las deudas externas pública y privada se duplicaron. La deuda privada pronto se estatizó, disminuyendo aún más la capacidad de regulación estatal.
Con ese clima económico, la Junta Militar impuso el terrorismo de Estado que, fuera de enfrentar las acciones guerrilleras, desarrolló un proyecto planificado, dirigido a destruir toda forma de participación popular. El régimen militar puso en marcha una represión implacable sobre todas las fuerzas democráticas: políticas, sociales y sindicales, con el objetivo de someter a la población mediante el terror de Estado para instaurar terror en la población. Así, se inauguró el proceso autoritario más sangriento que registra la historia de nuestro país. Estudiantes, sindicalistas, intelectuales, profesionales y otros fueron secuestrados, asesinados y «desaparecieron». Mientras tanto, mucha gente se exilió.

Los números
En este último proceso militar hubo miles de desaparecidos: la Conadep (Comisión Nacional de Desaparecidos) comprobó más de 9.000 casos y los organismos de derechos humanos hablan aún hoy de más de 30.000.
Distintos informes destacan que la «desaparición» fue la fórmula más siniestra de la «guerra sucia»: el «objetivo» era secuestrado («chupado») por un comando paramilitar («grupo de tareas» o «patota») donde, convertido en un número y sin ninguna garantía legal, quedaba a merced de sus captores.
La desaparición de personas fue un programa de acción, planificada con anticipación, estableciéndose los métodos por los cuales llevarlo a la práctica: arrojando a las víctimas al Río de la Plata (con la previa aplicación de sedantes) desde aviones o helicópteros militares y en fosas comunes; y provocando fusilamientos y ocultamiento de cadáveres, sin ningún tipo de identificación.
La distribución de los desaparecidos según su ocupación fue (de mayor a menor) la siguiente: Obreros, estudiantes, empleados, profesionales, docentes, autónomos, conscriptos y personal subalterno de las fuerzas de seguridad, amas de casa, periodistas, actores y religiosos.
Entre otras atrocidades, se levantaron centros clandestinos de detención y torturas. En estos «laboratorios del horror» se detenía, se torturaba y se asesinaba a personas. Se encontraban en el propio centro de las ciudades del país, con nombres tristemente famosos, como la ESMA, el Vesubio, El Garage Olimpo, El Pozo de Banfield o La Perla. Existieron 340 distribuidos por todo el territorio.
Locales civiles, dependencias policiales o de las propias fuerzas armadas fueron acondicionados para funcionar como centros clandestinos. Estas cárceles clandestinas tenían una estructura similar: una zona dedicada a los interrogatorios y tortura, y otra, donde permanecían los secuestrados. Ser secuestrado o «chupado», según la jerga represora, significaba ser fusilado o ser arrojado al río desde un avión o helicóptero.

El mayor error
En medio de la crisis política, económica y social del régimen militar, sorpresivamente el 2 de abril de 1982, tropas argentinas recuperaron las islas Malvinas. Tras frustrados intentos diplomáticos, la fuerza de tareas británica llegó al Atlántico Sur y comenzaron las hostilidades.
Con hitos como el hundimiento del crucero «General Belgrano» -que produjo 322 muertos- y del destructor británico «Sheffield», la guerra concluyó el 14 de junio, con la rendición argentina. La derrota marcó el derrumbe político del régimen. El regreso de los soldados arrojó luz sobre las sospechas de lo que habían padecido, sin los pertrechos y el entrenamiento suficientes para enfrentar a los británicos.
Para defender las islas del ataque de ingleses bien entrenados y equipados, la Junta Militar reclutó jóvenes argentinos, sin instrucción militar, la mayoría de los cuales provenía de provincias pobres del interior del país. La derrota catastrófica de Malvinas y el conocimiento de la muerte de centenares de jóvenes argentinos (más de 600), deterioraron el frente militar, pero sobre todo, la reputación del ejército, al cual se consideró como mayor responsable del desastre.

Fuentes: Ministerio de Educación de la Nación – La Historia Argentina del Siglo XX (editorial AIQUE)

 

 


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