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Don Jaime, como le gustaba que
lo llamaran, siempre vinculó su misión eclesiástica
con la lucha por la democracia y los derechos humanos.
Neuquén > “Estoy pidiendo pista.”
Ni siquiera en su lecho de muerte perdió su célebre
sentido del humor. El 19 de mayo de 1995 dejaba este mundo el obispo
Jaime de Nevares, “el monse”. O, como él prefería,
simplemente “Don Jaime”. Figura definitiva en la conformación
de la memoria colectiva neuquina, De Nevares perdió hace doce
años la batalla contra el cáncer. Sacerdote, luchador
por los derechos humanos, voz de los que no la tenían, consejero,
amigo y tanto más, se fue para quedarse para siempre.
Jaime Francisco de Nevares nació en el seno de una familia
acomodada de Buenos Aires el 29 de enero de 1915. El llamado espiritual
lo llevó a entrar en la Comunidad Salesiana, donde fue ordenado
sacerdote en 1945. Llegó a la Patagonia en 1961, cuando el
entonces papa Juan XXIII lo nombró obispo de la recién
creada Diócesis de Neuquén. Oscar Ragni y su esposa
Inés lo conocieron en ese entonces. “Nuestra relación
con Don Jaime empezó porque su familia tenía vinculaciones
con la de Inés. Recuerdo que era muy abierto, así que
pronto había hecho infinidad de amistades”, rememora
Oscar. “En ese entonces la ciudad no era lo que es hoy en día.
En este barrio no había capilla, así que a veces él
venía y oficiaba misa acá en casa.”
En 1969 se hizo patente su vocación de lucha, y no había
dudas sobre el lado que Don Jaime había elegido. “Un
momento de quiebre en su trabajo como obispo se da durante la huelga
de obreros de El Chocón, que vivían y trabajaban en
muy malas condiciones”, continúa Ragni. “El les
dio un respaldo impresionante, negándose a subir al palco oficial
durante los actos hasta que fueran atendidos los reclamos de los trabajadores.”
También fue un pionero en involucrarse en la problemática
aborigen local. Rubén Capitanio, párroco de Centenario
recuerda que “fue uno de los primeros en ver que, en el norte
de la provincia, los aborígenes y los criollos pobres estaban
muy mal, y su lucha también pasó por ahí”.
Era un personaje que, pese a provenir de la clase alta, no dudaba
un instante en arremangarse y trabajar codo a codo con los más
pobres. Inés de Ragni, integrante de Madres de Plaza de Mayo,
afirma que “fue un hombre de una sensibilidad especial, un sacerdote
que trascendió los límites del Evangelio y con eso marcó
a toda la sociedad”. Esta vocación de servicio lo llevó
a ir más allá de todos los límites. Como bien
dice Oscar, “en la época de la dictadura se le plantó
a los leones. De hecho, él fue el escudo protector que tuvimos
en la zona, porque los militares tenían órdenes de no
tocar al obispo. Una vez le avisaron que se habían llevado
a un cura, y ahí nomás se fue, a las doce y pico de
la noche, a patearles la puerta del Distrito. Y esto no es una manera
de decir, eh: en esa época en la que casi nadie se animaba
siquiera a hablar, él iba y les pateaba la puerta”.
De Nevares fue miembro fundador de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos (APDH), y también lo eligieron para representar
a Neuquén en la Convención Nacional Constituyente para
la reforma de la Carta Magna, en 1994. Sin embargo, renunció
a este cargo cuando supo que la reforma no se trataría en detalle:
en el Pacto de Olivos, los ex presidentes Alfonsín y Menem
acordaron el ya famoso “Núcleo de coincidencias básicas”,
un paquete que no se trataría artículo por artículo
y que fue el que permitió, entre otras cosas, la reelección
del riojano.
Más allá de la vocación de lucha del “monse”,
“siempre le gustó estar cerca de la gente, y soñaba
con una Iglesia que también lo estuviera”, evoca Capitanio.
“Más que una Iglesia encerrada en grandes templos realizando
ceremonias pomposas, él apuntaba a salir a celebrar la fe con
los pobres.” Así fue que se negó a terminar la
entonces inconclusa catedral neuquina “hasta que no se hubiera
acabado con el hambre” en la región.
Muchas de las fotos de Don Jaime lo muestran prendido al mate. Era
más que una bebida: era un símbolo. “Cuando él
te mandaba a los barrios, no te decía andá a trabajar
a tal lugar. Lo que te decía andá a tomar mate con esta
gente. El sabía todo lo que significa el mate, que a diferencia
del té no te lleva cinco minutos sino que implica disponer
de tiempo para compartir. Al rato de estar tomando mate con la gente,
ellos solos empezaban a contarte sus cosas”, continúa
el cura de Centenario. “Fue un hombre muy preocupado por la
realidad que vivía la sociedad, y no sólo desde la perspectiva
religiosa. El no sentía como ajena ninguna necesidad humana.
Esa solidaridad, esa mirada comunitaria, parecen muy raras hoy en
día. Por eso ha sido reconocido en todos los sectores de la
sociedad.”
Desde su investidura no buscó siervos para la Iglesia, sino
que puso ésta al servicio de la gente. “Los que hemos
visto la evolución de la Iglesia neuquina vemos un cambio notable.
Desde la ostentación, se fue para arriba: tiene una catedral
que ve desde lejos, con una gran torre y muchas cosas bonitas adentro”,
opina Oscar. “Lo cual estaría muy bien, si no fuera porque
desde lo espiritual, como institución que trabaja para la gente,
ha caído mucho. Es decir: la Iglesia no es una institución
de beneficencia, pero debe poner sus bienes a disposición de
la comunidad.” Así lo entendió Don Jaime al crear
el Club del Soldado. Inés cuenta que “los conscriptos
que salían de franco los fines de semana muchas veces no tenían
dónde quedarse, y a veces él llegaba el domingo a dar
misa y se encontraba con alguno durmiendo en la puerta de la iglesia.
Entonces decidió crear en la casa parroquial un lugar en el
que esos chicos podían pasar el fin de semana. Hasta poco antes
de su muerte seguían visitándolo hombres que habían
hecho la conscripción en Neuquén y había pasado
por el Club del Soldado, para saludarlo y agradecerle”.
Por su trabajo, a De Nevares le llegaban toneladas de correspondencia,
y se tomaba muy en serio la obligación de responderla. Inés
cuenta que “recibía una cantidad enorme de cartas de
todo tipo: pidiendo, agradeciendo, consultando… y él
contestaba todas y cada una de esas cartas a mano, porque no le gustaba
escribir a máquina”.
Pero no sólo era un luchador incansable y un hombre ejemplar.
Inés recuerda sonriendo los rasgos del hombre común.
Por ejemplo, que al “monse” no sólo le encantaba
tomar mate. “Era locura que tenía por la empanadas y
el vino tinto. Cuando organizábamos alguna comida en casa,
era muy común que compitiera con otro a ver quién comía
más empanadas.” O la anécdota de sus trajinados
borceguíes. “Usaba siempre unos botines de montaña
que estaban muy rotos, tanto que las suelas estaban llenas de agujeros.
Cuando le preguntamos por qué no los arreglaba, él nos
contestaba que, aunque tuviera tiempo de llevarlos al zapatero, no
podía dejárselos porque eran el único calzado
que tenía.” Fue ese mismo par el que usó en su
último viaje: se los puede ver en las fotos de su servicio
fúnebre. Pese a toda la vestimenta ceremonial, caminó
al otro mundo con sus borceguíes.
Capitanio también rememora su permanente contacto con la gente
común. “Recuerdo que una vez, en una reunión de
obispos en La Plata, se le acercó a saludarlo una señora.
En esa época se usaba saludar a un obispo arrodillándose
y besándole el anillo. Cuando esta señora lo reconoce,
se arrodilla, y cuál no sería su sorpresa cuando ve
que él también se arrodilla para quedar a la misma altura
de ella, y la saluda con un beso en la mejilla”.
Hasta que la salud se lo permitió, “el monse” siguió
yendo a los barrios y contestando de puño y letras las cartas
que le llegaban. Esta última etapa de su vida (y su particular
visión) fue registrada en el documental Jaime de Nevares, último
viaje (Marcelo Céspedes y Carmen Guarini, 1995), con textos
de los directores y Osvaldo Bayer. El 19 de mayo de 1995, Don Jaime
finalmente “pidió pista”, como él mismo
bromeaba acerca de su propia muerte. Es decir, que se le plantó
hasta a la mismísima Parca.
“Dentro de lo que eran sus hermanos obispos era un bicho raro”,
admite Capitanio. “Todo el mundo le reconocía su capacidad
intelectual y su entrega como sacerdote, pero no todos compartían
su visión”. Inés de Ragni agrega que Don Jaime
“ha dejado marcas muy profundas en lo social, en lo religioso
y en lo político. Donde pisaba Don Jaime florecía algo.
Aunque no esté físicamente todavía sigue con
nosotros.”
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