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Por Roberto Blanco
Buenos Aires > La acción planificada de
un grupo de oficiales del Ejército puso en jaque hace 20 años
a una Democracia que daba sus primeros pasos luego de la oscura dictadura,
con el levantamiento carapintada de Semana Santa de 1987.
El 16 de abril de 1987, el ignoto coronel Aldo Rico se sublevó
con otros camaradas en el regimiento de Campo de Mayo y durante cuatro
días mantuvo en vilo a la sociedad argentina con una velada
amenaza de golpe militar, nunca confesada, pero que siempre estuvo
latente por esas horas.
La motivación principal de esos militares que se levantaron
a tres años y medio después del retorno de la democracia
central el gobierno del ex presidente Raúl Alfonsín
era intentar desactivar los innumerables procesos judiciales que los
acosaban, por supuestas violaciones a los derechos humanos durante
la dictadura.
Tras la sanción de la Ley de Punto Final, cuatro meses antes,
que acotaba la investigación de esos hechos.
La Justicia, que ya había condenado a las cúpulas de
las Juntas militares, inició causas contra los oficiales de
segunda y tercera línea que tenían denuncias en su contra.
La actitud intempestiva de los carapintadas -llamados así porque
en su rol de comandos se pintaba la cara como en simulacros de combate-
fue rechazada por gran parte de la ciudadanía que salió
a las calles en forma espontánea en apoyo al sistema democrático.
En ese marco, se desarrollaron marchas diarias a partir del jueves
Santo, que concluyeron con una gran manifestación, el domingo
de Pascuas en la Plaza de Mayo.
Esa tarde, el ex presidente Alfonsín viajó hasta Campo
de Mayo para hablar con Rico con el fin de intentar superar esta crisis.
Esta acción de los militares se llamó «Operación
Dignidad» y tuvo como génesis la decisión del
mayor Ernesto Barreiro de no concurrir a una convocatoria judicial
y recluirse en el 14 batallón de Infantería de Córdoba,
que fue el primer cuartel que se rebeló el 15 de abril.
Inmediatamente, desde Posadas, donde estaba cumpliendo funciones,
llegó a Campo de Mayo el ex coronel Rico, quien con camaradas
de promoción como Enrique Venturino, Arturo González
y Gustavo Breide Obeid, entre otros, coparon el tradicional regimiento.
En este contexto, el ex presidente Alfonsín consultó
con el jefe del Estado Mayor, el general Héctor Ríos
Ereñú, quien le garantizó al jefe de Estado que
«todo estaba en orden» y habilitaba al descanso que se
proponía el primer mandatario en la residencia presidencial
de Chapadmalal.
Nada de eso se pudo hacer y ya en el mediodía del jueves Santo
la situación era compleja, con tres regimientos más
que se habían plegado al levantamiento (Neuquén, Monte
Caseros en Corrientes y Río Gallegos).
Con muy poca información propia, Alfonsín sólo
tenía como aliado en las Fuerzas Armadas a la Fuerza Aérea,
además de un servicio de inteligencia nulo.
Alfonsín le reclamó al titular del Segundo Cuerpo de
Ejército con asiento en Rosario, Ernesto Alais, que llegara
a Buenos Aires para reprimir la sublevación.
El ex presidente creyó en el juramento a la Constitución
Nacional de Alais, pero no contó con el procedimiento «tortuga»
que realizó el militar quien tardó -adrede- una eternidad
en recorrer los 300 kilómetros que separaban ambas ciudades.
En tanto, en Casa de Gobierno el clima de incertidumbre y sensanción
de ataque a las instituciones se hacía cada vez más
evidente, y en ese marco un grupo de dirigentes del «Alfonsinismo
puro», entre ellos Leopoldo Moreau, Enrique Nosiglia, el secretario
general de la presidencia, Carlos Becerra, y el diputado César
Jaroslavky, conformaron el «comité de crisis».
Estos dirigentes, además, hasta se prepararon para un posible
asalto a la casa Rosada y en la noche del sábado al domingo
hasta se armaron ante esa posibilidad que se palpitaba inminente.
En ningún momento el gobierno radical intentó poner
a los medios de comunicación en cadena nacional, pero en cambio,
las radios y los canales desde sus propias programaciones fueron claves
a la hora de convocar a la gente a salir a las calles a defender la
democracia.
En ese escenario, el domingo pasó a ser un día clave
y con el correr de las horas se palpitaba que una extensión
de la crisis desataría una situación represiva muy grave.
Por ese motivo, el ministro de defensa, Horacio Jaunarena, había
estado en Campo de Mayo más de cinco horas con Rico llegando
a un acuerdo para encauzar las demandas de los carapintadas.
La masiva manifestación en la Plaza de Mayo -se calculó
la presencia de cerca de 100 mil personas- más las que se registraban
en el interior del país frenaron las apetencias militares de
salir a «sangre y fuego» a las calles, a la vez que trabó
las negociaciones.
Cuando a las 15.30 Alfonsín estaba dispuesto a salir al balcón,
acompañdo por dirigentes del PJ y de otros partidos.
Jaunarena les informó que el acuerdo «se había
caído» a último momento.
En esa circunstancias, el ex presidente decidió viajar él
mismo a campo de Mayo para hablar con Rico, a pesar de los consejos
de sus allegados, que temían lo tomaran prisionero o inclusive
lo mataran.
La charla duró casi una hora y media, y helicóptero
mediante
Alfonsín volvió al balcón de la Rosada para pronunciar
el discurso que registró una de sus frases políticas
menos destacadas: «Felices Pascuas, la Casa está en orden».
Sin ningún tipo de explicaciones sobre lo acordado con los
militares sublevados, la muchedumbre sintió desazón
y decepción por las acotadas palabras de Alfonsín, una
situación que, se comprobó luego, no fue casual.
Con una rapidez asombrosa, dos meses después, el Congreso sancionó
la Ley de Obediencia Debida, que cerró automáticamente
todas las causas contra estos oficiales e hilvanó, junto a
la Ley del Punto Final, un pacto de supuesta impunidad.
Nada desde allí fue igual para el gobierno de Alfonsín:
ese quiebre con la sociedad se materializó con la derrota en
las elecciones legislativas de ese año, y dos levantamientos
más de militares, en enero de 1988, a cargo de Rico en Monte
Caseros y en diciembre de 1988, con la toma del cuartel de Villa Martelli
por parte de Mohamed Ali Seineldín.
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