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Maestro mayor de obras, egresado
de un prestigioso instituto técnico
de Buenos Aires, unió su labor cotidiana con una sincera apuesta
al
crecimiento de la capital neuquina.
Rufino había estudiado en el colegio industrial Otto Krause
de Buenos Aires y egresó con el título de maestro mayor
de obras. Vivía en el barrio de Belgrano, en la calle Zapiola
1.418. Su padre era vasco, de Unzá, y su madre de Castilla
la Vieja.
Rufino Uzábal llegó a Neuquén como personal civil
del Ejército para dirigir las obras del barrio de oficiales,
sobre la avenida Argentina, en el año 1945. Primero se edificó
el Comando y luego se construyeron los chaléts.
“Estuvo allí hasta el año 1952 –indica Beatriz
Fábregas de Uzábal, conocida en todo Neuquén
simplemente como la “Negrita”- Ese año tuvo un
problema con un arquitecto que había llegado desde Buenos Aires,
tuvo un altercado muy grande. Además su próximo destino
era Misiones. Yo tenía a mi hijo más chico, “el
Rufo”, recién nacido. Mi mamá empezó a
llorar porque quería que no nos fuéramos. Entonces renunció
y comenzó a trabajar por cuenta propia hasta que falleció
en 1979.
Los cimientos
Rufino formó parte de la comisión pro templo de la capital.
Él comenzó las obras, fue el encargado de armar las
bases de la que luego se convertiría en la Catedral María
Auxiliadora. Empezaron de a poco; había quien no quería
las columnas, porque eran muy grandes y decía que no se iba
a ver el altar desde todos los ángulos del templo. Pero finalmente
se hizo tal como se encuentra en la actualidad. Más tarde Rufino
hizo la primera parte del Colegio Don Bosco cuando estaba el padre
Greghi, todo ad honorem. Después dirigió la obra del
Banco Nación. También, frente a donde está actualmente
Jumbo, realizó una gran construcción para Gas del Estado,
en los años en que salieron las garrafas para uso domiciliario.
Después hizo infinidad de casas del Plan Eva Perón.
Barrios enteros fueron los que construyó. En aquella época
a la gente le daban lotes -indica Negrita-, a los empleados les daban
el crédito de Eva Perón y Rufino les hacía la
casa. Eran todos los planos más o menos iguales. Con el tiempo
la gente las fue modificando, agrandando sus casitas. Rufino les hacía
también las cloacas, el plano y a los que eran pobres no les
cobraba; nunca les cobraba.
Hace poco un hombre me dijo que recordaba a don Rufino como a un hombre
muy bueno. ¡Y yo tuve que vender una casa de bueno que él
fue! Tuve que vender una casa porque él iba al Banco Nación
y les firmaba como garante a gente que ni él conocía,
sólo porque se lo pedía el gerente. Él me contaba
que el gerente decía: «Ahí viene don Rufino, ¿le
pondría una firmita a este señor que necesita una garantía?».
Cuando falleció Rufino, en el año 1979, ninguno de los
que recibieron su respaldo cumplieron con las deudas que habían
contraído. Y eso me dejó medio muerta de hambre. Nuestra
casa era enorme, en la actualidad allí funciona un instituto
de Salud Mental.»
Gran colaborador
«A veces -continúa su relato Beatriz Uzábal- cuando
paso por «el Bajo» veo todos los chalecitos que Rufino
había construido. Hay que tener en cuenta que él también
hacía planos. Venían a casa arquitectos e ingenieros
para pedirle que les hiciera los cálculos de las construcciones.
¡A ésos sí les cobraba!
También estuvo en la Municipalidad, ayudando, en los años
en que se hizo el Monumento a San Martín. Las piedras, según
creo, las hizo Alfieri. En mi casa yo tenía una estufa-hogar
que me había hecho también Alfieri, una hermosura, una
obra de arte.
Toda la parte de adelante de mi casa está hecha con piedra
laja auténtica. Cuando se hacían los chalets para el
Ejército, vino una comitiva de Italia a Neuquén, y vivían
en una casa muy grande que ahora es asiento de un gremio, frente a
la Plaza Güemes, entre Brown y Elordi. Ahí le habían
hecho unas habitaciones con baño, eran todos hombres. De ahí
que soy madrina de bastantes hijos de italianos. Yo estaba recién
casada, vivía enfrente y un tal señor Landonia venía
a mi casa. Mi marido no le entendía nada cuando hablaba en
italiano, y yo tampoco. Yo le hablaba con señas, y pronunciaba
el castellano imitando su acento italiano. Hablábamos horas
y horas aunque no entendía nada de todo lo que me decía.
Así fue que Landonia aprendió a hablar castellano conmigo,
y su señora que vino después, aprendió igual.
Soy madrina de los dos hijos. Toda esta gente que venía eran
picapedreros de oficio.
Donde hoy está el Comando era monte - asegura Negrita- . Las
casas están hechas con piedra laja maciza. A esas casas no
las mueve nadie. El barrio de suboficiales del ejército, sobre
la calle Sargento Cabral, también tiene paredes sólidas,
como de cuarenta centímetros de espesor, son casas que se hicieron
como las de la Cordillera. Allí trabajó Rufino durante
un tiempo. También anduvo en Bariloche. Fue a ordenar un refugio
que había en la montaña. El Banco de Italia y Río
de la Plata, en Allen, también fue levantado por Rufino, al
igual que la estación de servicio del Automóvil Club
Argentino, en Chos Malal. Una vez fue a Buenos Aires en tren, y a
la vuelta en Bahía Blanca, subió un muchacho, se sentó
a su lado y empezaron a hablar. Ese muchacho era ingeniero, de apellido
Sahores que venía a buscar trabajo a Neuquén. Él
estaba enamorado de una muchachita muy bonita que en la actualidad
es su esposa, de apellido Rosauer.
En ese momento Sahores estaba muy preocupado porque no tenía
trabajo. Mi marido le dijo que si quería, le podía dar
trabajo, pero no en Neuquén sino en Chos Malal donde construía
la estación de servicio. Y el joven ingeniero aceptó
encantadísimo. La anécdota tiene un final feliz, porque
Rufino posibilitó la inserción de este joven profesional
que hoy es el dueño del supermercado Topsy. Él y mi
marido, iguales los dos de buenos. Pensá que tienen los mismos
empleados desde hace veinticinco años.
Rufino también estuvo en Aluminé trabajando para la
municipalidad y para el Correo. En Lonco Luan estaba haciendo una
escuela. Fue su último trabajo.
Mi hijo «el Rufo» hizo los planos, y finalmente terminamos
la escuela. Cuando quedé viuda heredé de mi marido al
tío Gregorio, un vasco de 83 años; la hermana de Rufino,
que aunque era menor, no estaba muy bien de salud. Me hice cargo de
ellos dos y de mis hijos». Rufino le dejó una gran herencia
de familia y el fervor compartido por la creciente y pujante ciudad
de Neuquén.
Resolución
Después de la muerte de Rufino, Negrita quedó con las
deudas de aquellos a quienes su esposo había salido como garante
ante el banco. “Todos los meses iba y cubría los créditos.
Hasta que un día me sublevé. Teníamos dos casitas
en alquiler que poco y nada nos rendían. Para colmo una la
alquilaba un amigo de mi marido que era el que casi nunca pagaba.
Y me decidí a venderlas, entonces me fui a lo de Seleme, me
sentía con culpa de vender una casa y finalmente la vendí
y con eso pagué las deudas de otros y me quedé muy tranquila.
Antes de resolver la situación de una manera tajante Negrita
intentó varias alternativas para solventar los gastos hogareños
y los estudios de sus hijos. Una de las estrategias que utilizó
fue la de alquilar su casa, ubicada sobre la calle Belgrano, y mudarse
a Alta Barda. Pero el resultado no fue el esperado.
El abuelo Toribio
Durante un viaje por Europa, Rufino quiso reencontrarse con su abuelo
Toribio. Luego de seguir las indicaciones de los lugareños,
con Negrita encontraron la aldea donde estaba la casa del abuelo.
Según les contaron los parientes, Toribio había muerto
mientras estaba sentado al sol.
Años más tarde se conoció la verdad. Toribio
Uzábal había sido fusilado junto a un grupo de intelectuales
durante la Segunda Guerra Mundial a manos de las tropas nazis.
El caballero vasco
Valeriano Basilio Marquina, un defensor del país Vasco que
pasó por Neuquén en los años ’70, en su
libro “Monólogos con el eco” publicado en 1987,
dedica uno de sus capítulos a Rufino Uzábal y otro a
su esposa Beatriz Fábregas de Uzábal.
“En la deforme economía de mercado todavía hay
caballeros de cuerpo entero: Wilfredo Celoria, Rufino Uzábal
y Geno Marquina - indica el autor de “Monólogos…”-
“Un día estábamos invitados los profesionales
de las instalaciones, a una cena en el Tenis Club de Neuquén.
Este gran agasajo lo organizaba, y lo pagaba ‘Stamaris’,
la mayor cadena de artículos del hogar, joyería y relojería
de toda la Patagonia. Esta importantísima firma la personifica
el magnífico caballero Wilfredo Celoria, de la familia propietaria.
Cuando entré al salón del banquete –continúa
relatando Marquina en su libro- me encontré con el muy popular
Rufino Uzábal, maestro mayor de obras, uno de los mayores propietarios
de la ciudad de Neuquén. Uzábal era hijo de alaveses,
muy vasco. ‘El Vasco Uzábal’, sencillo por naturaleza
y con naturalidad, gozaba haciendo un favor. Y a mí me hizo
más que uno, sin ninguna obligación, era garante de
mis créditos bancarios, nunca le fallé.”
Un párrafo se lo dedica especialmente a “La viuda del
Vasco Uzábal”.
“Esta sección no debo, ni puedo cerrarla sin agradecer
públicamente la vivacidad de la viuda del que fue gran amigo
mío y colega de profesión, Rufino Uzábal. En
1981 supo por la Radio que yo viajaba a España. A los diez
minutos vino a despedirme. Siempre que voy al gran Hospital de Neuquén,
orgullo provincial y nacional, la veo colaborando. ¡Qué
orgulloso estaría Uzábal y eso vería! Puedo asegurar
que estaba bien seguro de la esposa que le acompañaba.”
Algo en el corazón
«Era costumbre ir a misa de once y luego al Club Independiente
que estaba a la vuelta, en la calle Carlos H. Rodríguez, a
tomar un copetín y bailar un ratito. A las cuatro de la tarde
todos a la cancha de fútbol a ver los equipos de Independiente
y Pacífico y a veces venían de Allen y Roca. Las casas
quedaban sin llaves porque en aquella época, año ’34
más o menos, nadie robaba.
Se bailaba en las casas y en los dos clubes que había. Los
domingos, la tradicional “vuelta al perro” en la avenida
Argentina, mientras tocaba la banda de la Policía.
Allí nacieron muchos romances puros en las almas juveniles.
Cuando llegaba el tren de Buenos Aires también se caminaba
por el andén mientras los muchachos les decían piropos
a las chicas.
El señor Juan Valero, un simpático español empleado
de Correos que sabía de canto y baile, dirigía a los
jóvenes que cantaban zarzuelas, ayudado por los señores
Alfredo De Martín y Cacho Cavilla. Obras de teatro dirigidas
por el señor Speciele y Ernesto Mones Ruiz en el año
’39, también dirigidas por la señorita Amanda
Adolfo, maestra de cantores, que enseñaba las canciones y zarzuelas
como doña Pcramisguiek o el vals de los Lanceros: el espectáculo
servía para recaudar fondos para las escuelas o el hospital.
En las casas se tomaba chocolate con churros y se jugaba a la lotería
familiar y como no había calefacción se prendían
braseros que a veces nos hacían llorar los ojos y toser.
En el lugar donde hoy está el Banco Hipotecario había
una cacha de tenis y los profesores eran Julio y Juan Carlos, hijos
del periodista Abel Chaneton.
Se realizaban romerías donde hoy está la Galería
Jardín. La banda ejecutaba pasodobles, valses y rancheras.
Había bailes populares en la Plaza Roca y en el verano, por
las noches, se acostumbraba caminar por allí mientras se miraba
de reojo algún muchacho y luego… cada uno a su casa.
En la avenida Olascoaga, en una glorieta instalada entre las calles
Sarmiento y Alcorta, la banda tocaba canciones y los muchachos picarones
le tiraban limones a los instrumentos para dejarlos sin sonido.
Estas anécdotas de nuestra vida neuquina forman parte de la
memoria que guardamos en el corazón».
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