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Un nuevo capítulo de la increíble
vida del famoso perito. En esta ocasión, historias y anécdotas
de su vida junto a sus amigos, los indios.
La entrañable amistad y el respeto mutuo que logró
el perito Francisco Pascasio Moreno con los caciques patagónicos
motivaron que, cuando las tropas de la Campaña al Desierto
los detuvieron, pidieran auxilio al “huinca toro”, como
llamaron a Moreno.
Inacayal y Foyel lograron que un aviso obligara al perito a visitarlos
en el cuartel del Regimiento 8 de línea.
“Si es cierto que no hay mayor dolor que recordar los buenos
momentos en los días que se sufre, hay felicidad al evocar
malos días cuando vuelven las buenas horas –reflexionó
Moreno- . Entre los buenos momentos de mi vida estará la visita
a mis viejos amigos del desierto.
Inacayal y Foyel –para Moreno- encarnaban el nacimiento de la
humanidad, en los primeros días en que ésta andaba a
tientas. Aquellos hombres envueltos en cueros y las mujeres medio
desnudas, lo hacían evocar la dureza de una época geológica
pasada. Moreno los llamó “abuelos” en relación
a la evolución de la matriz europea que se afincaba en América.
Para el perito, el quillango que envolvía a los caciques se
asemejaba a la primera faz de un traje elegante.
“Ese quillango con que se vestían no hacía más
que resaltar la belleza de esos hombres en míseras condiciones
de vida. Y como un signo de los tiempos “la China llora la pérdida
de los toldos, bajo el cobertizo del cuartel”.
“Al visitar a Shayhueque en el retiro, experimenté la
impresión” -destaca Moreno- de volver a ver, las escenas
terribles de Caleufú y Quemquem-treu; la visión del
hambre y de la muerte próxima al entrar al pequeño cuarto
donde estaban los restos de la tribu en cuya compañía
viví. Había un remedo de toldería; las pieles
de guanaco, sucias y desgarradas mantas araucanas, todo en harapos;
el olor, aquellas cabezas de melenas desgreñadas, esos pechos
bronceados, desnudos, todo era de Tecka y no de Buenos Aires.
En la media luz de la pieza distinguí hombres de un lado, mujeres
del otro. Inacayal, acostado. Foyel en cuclillas con la cabeza inclinada
sin el aspecto bravío con renombre de buen guerrero. Todos
están abatidos; en el primer momento no me reconocen, pero
segundos después se levantan los dos al mismo tiempo, sonríen,
dicen «Moreno» y estiran la mano derecha.”
Testigo
“Por fin ha llegado el testigo que dirá que “no
somos indios malos». Y no lo son, y ellos saben que me consta.
El criterio indio es distinto al del hombre civilizado. No se conforman
con que se les tenga de esa manera; no son prisioneros de pelea, no
han robado nunca y se han presentado.”
A Moreno le cuesta hacerles entender que no están en peligro.
Que no les quitarán hijos ni mujeres. El jefe del regimiento,
el coronel García, lo aseguró y el perito pide a los
caciques que le crean.
“Pero el indio es desconfiado y no puede olvidar que durante
la noche, antes de llegar al cuartel, más de un chico ha desaparecido
entre la chusma prisionera. Es duro fiarse del cristiano que así
procede. Cuando en los toldos he oído quejas sobre nuestra
manera de proceder con los hijos de indios, prisioneros de los blancos,
tuve que callar y otorgar”.
Con Shayhueque pocos han venido, pero en el “Cuartel del 8”
están casi todos mis buenos amigos de la cordillera. Esos amigos
que me dieron de comer y auxiliaron a mi bravo compañero el
ingeniero Bovio, durante su penosa enfermedad y me dieron medios para
explorar la margen sur de Nahuel-Huapi.
En los toldos de Inacayal, clavados a la orilla de uno de los afluentes
del Chubut, que limitan nieves y bosques de los montes sin nombre
que bauticé conmemorando a Rivadavia, escribí el 1°
de enero de 1880 el informe oficial, aún inédito, en
que revelaba a la Nación la existencia de un rico territorio
donde antes se creía un desierto. Esto fue corroborado años
después por el general Conrado Villegas y más tarde
por el comandante Julio A. Roca. Esos indios llevaron hasta Patagones
ese informe.
Entre éstos no hay uno solo que haya maltratado a un blanco,
y si lo hicieron fue en legítimo combate. He visto a los que
a diario proveían de carne de guanaco y avestruz a mi gente,
a los que me advertían de las acechanzas de los mapuches y
me aconsejaban desconfiar de éstos. Entre las pobres mujeres
he reconocido a las que buscaban frutillas para el jefe blanco. He
vuelto a ver a la bonachona hija de Inacayal, a quien confié
mi valija con libros y papeles al marchar al Nahuel-Huapi. Recuerdo
que la conservó con tanto cuidado que un año después
se la entregó a un chasque indio en Viedma y cuando llegó
a mis manos no faltaba ni una hilacha de mi escuálido equipaje.
Evoqué muchos recuerdos en los treinta minutos que pasé
con esos indios leales.”
Y un nuevo recuerdo se agolpó en su mente, cuando, junto a
Bovio, daban conferencias en el toldo, abierto hacia el Este, en las
transparentes noches de enero. El perito recordaba cómo “esos
hombres primitivos escuchaban atónitos, acostados en el suelo,
envueltos en sus quillangos, hasta quedarse dormidos, narcotizados
quizá con las imponderables distancias y las historias de otros
mundos. Para un cerebro huiliche, a nuestro mandato obedecían
los espíritus de la noche. Cómo no recordar las escenas
de «mi mesa» cuando conseguí quebrar la etiqueta
india que prohíbe a la mujer tomar alimento delante y al mismo
tiempo que el hombre”
Dulce de membrillo
Las anécdotas del perito Moreno en su relación con sus
amigos continúa con un relato singular, donde comienza con
un interrogante: “¿Habrá alguna china que haya
olvidado el dulce de membrillo? Veo la rueda de caras risueñas
y sorprendidas al lamer aquello rojo y de sabor tan agradable que
creyeron carne cruda. ¡Qué algarabía infernal
reinó esa tarde, cuando llegaron de cazar los jóvenes
cargados de avestruces y escucharon de sus mujeres o novias el cuento
de la carne con mejor gusto que la frutilla!
¿Referiré la incredulidad con que examinaron mi colección
de retratos «mujeres amigas»? Eso se les ocurre a los
blancos; en la toldería había sólo esclavas.
En un rincón, he visto al hennaken que pasaba horas enteras
tendido delante de mí, inmóvil, sin quitarme los ojos,
mientras yo escribía el informe citado y que huyó sin
reaparecer hasta hoy, que le mostré un boceto de su gigantesca
y simpática cara.”
Sólo un viajero que haya vivido en iguales circunstancias podrá
juzgar la satisfacción que sentí, cuando mirando a las
Chinas y los chiquillos bajo el cobertizo, una de ellas reconoció
al blanco. Sorprendida dijo «Moreenu» y se levantaron
contentos, enjugaron lágrimas y en fila se dirigieron a darme
la mano. Así hombres y mujeres recordaron bien al viajero que
hospedaron en la toldería. Inacayal dice aún: «Lo
trato como hijo».
Ideas de adelanto
Creen los pobres indios que algo valgo; si así fuera pondría
todo para que se les recondujera a las tierras australes donde, si
antes vagaban en la infancia de la vida social, convencidos que «Dios
no les enseñó a trabajar», viviendo de la vida
animal, hoy podrían servir como base de futuras ciudades. Inacayal,
reconociendo en su raza ineptitud para el trabajo, hijo del propio
esfuerzo, dio pasos en ese sentido.
Indio despejado, después de visitar Buenos Aires, llevó
a los toldos ideas de adelanto sugeridas por el buen don Mariano Baudrix,
el «laustra huentru» (hombre bajo, pequeño), que
aún recuerdan los indios. Baudrix le encargó a algunos
valdivianos la plantación de chacras en Nahuel-Huapi. Fundó
el primer Centro Andino y la ciudad que se levantará a orillas
del Gran Lago, tendrá asiento en el mismo sitio en que estaban
las chozas, donde viví del 18 al 22 de enero de 1880. En el
herbario del Museo de La Plata se conservan ejemplares de cebada,
arvejas, papas, zapallos cosechados allí.
Esas chozas fueron quemadas, luego de la ocupación del lago
y así, los blanco imitamos a los querandíes, antepasados
de Inacayal y Foyel, que incendiaron Buenos Aires, que era una agrupación
de chozas pajizas. Es por eso que «el hábito no hace
al monje».
Inacayal y Foyel son hombres civilizados, ocultos bajo el quillango
o la manta pampa, y conmigo lo dicen el viajero chileno Cox auxiliado
por ellos, cuando después de ser el primer hombre que navegara
el Lago Nahuel Huapí, naufragó en los rápidos
del Limay.
El explorador Musters, más de una vez hizo justicia, en su
diario de viaje: “At home with the Patagonians”.
Escribo estas líneas para que sepan cómo se concluye
una tribu buena. Es un espectáculo que no se representará
dos veces, porque faltarán los actores.
Inacayal y Foyel, merecen ser protegidos; y que no se los confunda
con los Pincen y Namuncurá. No han asesinado, siempre dieron
su hospitalidad.”
Se jugó por el cacique amigo
Gesto
de Moreno al rescatar a Modesto Inacayal de la prisión y ubicarlo
laboralmente en La Plata.
La zona que hoy ocupa Villa La Angostura no es un lugar que tuviera
poblaciones indígenas estables, debido a los crudos inviernos.
Era zona de cacería y veranada de los tehuelches «manzaneros»,
con desplazamientos vía lacustre en embarcaciones de troncos
ahuecados.
Un inesperado ataque del coronel Conrado Villegas en 1881 expulsó
hacia el sur a las tolderías de Modesto Inacayal que invernaban
en las nacientes del Limay.
Este cacique prestigioso participaba del Parlamento Sayhueque y fue
con él que huyó hacia el Chubut donde resistieron más
de tres años la persecución militar argentina.
Inacayal se entregó junto con los demás caciques, lanceros
y su «chusma» en 1884 en el fuerte Junín de los
Andes. Luego de varios traslados, fue «rescatado» de la
prisión militar de “El Retiro” por el Perito Moreno,
quien le estaba agradecido por su hospitalidad en ocasión de
los viajes de exploración que anteriormente había efectuado
por la zona.
Terminó sus días como portero en el Museo de La Plata
que Moreno dirigía. Esto permitió que tanto el cacique
como su familia pudieran vivir una “nueva forma de libertad”
prestando servicios de mayordomía.
Una tarde se septiembre de 1888, el cacique presintió su muerte.
Clemente Onelli, secretario del Perito Moreno en el Museo, lo describió
así: “Ya casi no se movía de su silla de anciano.
Y un día cuando el sol poniente teñía de púrpura
el majestuoso propileo de aquel edificio engarzado entre los sombríos
eucaliptos… sostenido por dos indios, apareció Inacayal
allá arriba, en la escalera monumental. Se arrancó la
ropa, la del invasor, hizo un ademán al sol, otro al sur. Habló
en su lengua original y en el crepúsculo, la sombra agobiada
de ese «viejo señor de la tierra» se desvaneció”.
Errores de la Campaña
El cacique tehuelche Orkeke, figuró en la publicación
inglesa de Musters, en 1871. La Patagonia fue su principal ámbito
y Piedrabuena, Lista y Moyano lo consideraron amigo.
«Mucho me impresionó su porte solemne. Su estatura de
casi dos metros y su musculatura no hacía sospechar que el
hombre había cumplido 60 años. Cuando saltaba sobre
su caballo en pelo o dirigía la caza, desplegaba una agilidad
y una resistencia iguales a la de un joven. Su abundante cabello negro,
levemente veteado de gris. Sus ojos brillantes e inteligentes, su
nariz aguileña y labios delgados y firmes eran diferentes de
lo que, según la idea corriente, son las facciones patagónicas.
La expresión de su rostro, seria y meditativa, y a veces, intelectual».
Esta definición de Orkeke pertenece al explorador inglés
Musters, en 1871. Orkeke lo acompaño desde Punta Arenas (Chile)
hasta Carmen de Patagones. Musters también observó que
Orkeke era “limpio en sus ropas y aseado. Su conducta: irreprochable”.
La toldería de Orkeke estaba instalada en el valle del río
Chico y desde allí realizó viajes con el inglés.
Visitaron a Sayhueque y recorrieron la línea sur rionegrina.
En 1883 el gobierno nacional mantenía el propósito avanzar
sobre araucanos o mapuches transcordilleranos, tehuelches nativos
y la mezcla de etnias que se producía desde hacía años,
pacíficos en general.
Sayhueque, sus caciques y capitanejos resistían la Campaña
al Desierto. Por esta razón, el buque Villarino llega a las
costas patagónicas para complementar la acción de las
tropas del ejército. El gobernador de la Patagonia, coronel
Lorenzo Wintter, decide capturar a la tribu de Orkeke, sin dañarlos..
Finalmente, caen prisioneros. El cacique Orkeke, su mujer, su hija
y 54 tehuelches con niños se entregaron sin oponer resistencia.
El vapor Villarino los condujo a Buenos Aires y fueron alojados en
el cuartel de Retiro. Moyano, uno de los compañeros de Moreno
en las exploraciones patagónicas trató de resolver el
error cometido por la fuerza naval. El presidente Roca recibió
a Orkeke y le obsequió cigarros y 500 pesos, más la
promesa de regresarlo a sus tierras. Moreno estaba en Mendoza y Piedrabuena
-otro buen amigo- muy enfermo.
Orkeke se convierte en prisionero con honores de huésped y
concurrente a cuanto espectáculo público se ofrezca.
El aire y la humedad de Buenos Aires propician la aparición
de una bronquitis. Orkeke es internado en el hospital militar donde
termina su vida, un 12 de septiembre de 1883.
Barbaries de la civilización
Profundas diferencias distanciaron al perito Moreno del
presidente Roca, artífice de la Campaña al desierto.
El saldo de la campaña al desierto comandada por Julio A.
Roca fue de 15.000 indios tomados prisioneros, 1.313 muertos y 15.000
leguas cuadradas incorporadas al territorio argentino. Entre 1881
y 1883 se organizaron nuevas operaciones contra los indios para estabilizar
la frontera sur.
Por otra parte, el presidente Nicolás Avellaneda continuó
con la política de ocupación y colonización de
la región patagónica que había caracterizado
las gestiones de los presidentes Bartolomé Mitre y Domingo
F. Sarmiento.
En 1875 el gobierno de Chile protestó contra una ley del gobierno
argentino que autorizaba la comunicación entre Buenos Aires
y las costas patagónicas.
En una misiva a Sarmiento, de junio de 1877, Avellaneda expuso la
conducta del gobierno argentino respecto de Chile: «Chile no
es la Prusia. No es el león, y nosotros no somos los corderos
(...)». Pero Avellaneda tampoco deseaba la guerra con Chile
porque confiaba en el crecimiento económico y en la ocupación
efectiva de las zonas en disputa como armas válidas para ganar.
Junto con la Campaña del Desierto emprendida por Roca, se destacaron
las actividades de exploración de Francisco P. Moreno, comisionado
en 1879 para explorar la Patagonia con el objetivo de examinar las
riquezas de la región y entrever la posibilidad de incorporar
a los indígenas que la ocupaban a una nueva vida integrada
a la civilización.
Moreno influyó en la modificación de las ideas de las
generaciones precedentes sobre la Patagonia. Conocía las descripciones
de Fitz Roy y le impresionaba el criterio de “tierra maldita”
que Darwin le aplicó, debido a que no se internaron lo suficiente
como para formarse de ella un concepto global.
Cuando Moreno y otros exploradores penetran en las zonas fértiles
patagónicas se extasía en presencia de sus paradisíacas
bellezas. Así la Argentina toma posesión efectiva de
esa inmensa y abandonada heredad. El dominio del Estado sobre los
territorios recuperados por la campaña de Julio A. Roca fue
completado durante su gobierno con el envío de más expediciones,
el establecimiento de destacamentos militares en puntos estratégicos,
el fomento de las comunicaciones costeras y una legislación
que organizó el nuevo territorio en distintas jurisdicciones.
El 12 de octubre de 1880, Roca juró por primera vez como presidente
de la República. Durante su gobierno concluyó el tratado
de límites con Chile, en 1881; desarrolló la instrucción
pública; construyó escuelas; extendió los ferrocarriles.
Los inmigrantes agricultores comenzaron a agruparse en colonias.
Sin embargo, las consecuencias de sus combates contra el indio influyeron
aún más en las profundas diferencias que lo alejaban
del perito Francisco P. Moreno quien también realizó
exploraciones, pero no para combatir al indio sino para aprender de
sus costumbres y de su ancestral historia. El concepto «moreniano»
era integrar al indio como hermano al futuro que ambas civilizaciones
podían compartir.
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