Por JOAQUÍN HIDALGO
El frío permite que conserven frescura, aromas frutales
y tenga una razonable graduación alcohólica, el corazón
de un espumante.
Ya no va más el champagne. De un tiempo a esta parte, la ley
del orden económico mundial dictaminó que champagne
sólo serían los que se elaboran en la fría y
delimitada meseta al norte de París, en torno a la ciudad de
Reims. Para más datos, la zona se llama Champagne y de ahí
salió tanta espuma en los últimos siglos que convenció
al globo del prestigio de su nombre. Y en momentos en que Argentina
pincha su burbuja y se entrega con pasión a elaborar mejores
espumantes, cómo ha de llamarse el nuestro, sigue siendo una
duda insalvable.
Todo parece indicar que entre Cava y Sparkling Wine, como se conoce
a los espumantes en España y Estados Unidos, respectivamente,
nosotros no hemos acertado a nombrarlo de manera decente. Mejor igual
pensamos largo tiempo o esperamos que los mismos bebedores lo inventen.
Un error, en esto, sería fatal.
Lo que no es un capricho del orden establecido, en este lado del mundo,
es que con la ampliación de las áreas de cultivo, como
propone la Patagonia, los principales ganadores han sido el espumante
y los consumidores. Cada vez más, mejores productos salen al
mercado, tanto en complejidad como expresión. Por varias razones.
Y una de ellas es la incorporación del Pinot Noir, delicada
uva tinta y buen amante del frío.
Cuanto más frías son las zonas productoras, desde la
altura del Valle de Uco a los ventosos valles patagónicos,
las burbujas se dan mejor, porque las uvas que conforman todo gran
espumante vegetan mejor, sean el rutilante Pinot, el siempre clásico
Chardonnay, o los aportes sucrosos del injustamente olvidado Semillón.
Y eso se traduce en calidad de fruta y vinos más logrados.
Por dos motivos esenciales. Uno, de índole botánica
que llevaría largo tiempo explicar, pero que en síntesis
se reduce a que, con las temperaturas máximas del verano más
bajas que las zonas centrales, los aromas de la uva se conservan mejor,
junto con la acidez natural de la uva y un grado alcohólico
en promedio más bajo. Algo así como el secreto místico
del vino, el mix de sabor y frescura donde late con fuerza el corazón
de todo espumante.
Dos, porque la madurez alcanzada por las uvas se acerca más
al punto ideal. Por tanto los vinos requieren menos ortopedia en la
bodega para lograr una línea pura de espuma y sabores. Es que
todo champán –este nombre sí es admitido localmente–
es el resultado de una segunda fermentación en vinos, que busca
aprovechar el gas liberado naturalmente por ella e incorporarlo para
la formación de las burbujas. En vez de dejarlo salir, lo aprisiona
para hacer del vino una mouse de espuma cuando llegue el paladar.
Los métodos
Eso se consigue por medio de dos procesos. Uno artesanal, llamado
Champenoise, meticuloso y con mucho trabajo manual, que se realiza
en la misma botella que luego, con orgullo, del otro lado de la cadena
un consumidor hará saltar buscando marcar el techo para la
memoria futura. Toda una proeza, la de fermentar en la misma botella,
también suelen ser más caros.
El otro método, industrial, busca el mismo efecto pero en tanques
presurizados. La obvia ventaja es el volumen y el precio. Pero ninguno
de ellos garantiza calidad de por sí. Este factor, en el fondo,
lo aporta la uva. Y más atrás aún, las uvas cultivadas
en terruños propicios.
Porque cada vez más espumantes se hacen a base de Pinot Noir
y Chardonnay. Dos variedades que combinadas saben darle al espumante
un aspecto cobrizo con entrada gloriosa, paso cremoso bien apoyado
en la mouse de las burbujas, y un final arriba, intenso, con diáfanos
sabores para chasquear la lengua.
Y mientras aguardamos encontrar un nombre poético para nuestros
espumantes, que no sea champán ni champaña, el producto
mejora cada vez más. Ya saben: para buenos, los que son a base
de Pinot Noir, Chardonnay y eventualmente Semillón, cada uno
en la proporción que la bodega lo elabore; para excelentes,
los que vengan del frío.
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