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Por Juan Alonso (*)
El golpe de hace 50 años profundizó la división
de los argentinos y engendró más violencia política.
Buenos Aires (Especial para La Mañana De Neuquén)
> Juan Domingo Perón ya no era el mismo del ‘45.
Eva, Evita, su mujer (la mujer), había muerto, producto de
un cáncer fulminante. Miles de personas peregrinaron hacia
el velatorio y muchos la creyeron santa. Una leyenda. Una estampita.
Un afiche electoral. Ella supo martillar palabras y gestos en los
rincones remotos de este país vacío. Fue justa y despótica:
esencialmente humana. Y él, general del Ejército, reelecto.
Aquel caudillo que sostenía a su esposa de pie en el último
discurso, abrazándola sin consuelo -con la sombra de la muerte
que es siempre un cuervo al acecho- se quedó sin resto anímico
ni espejos a la hora de la lisonja. Todo el peso le cayó encima.
Al poco tiempo, el hombre continuaba fumando cigarrillos por docenas
con la voracidad propia de los insomnes, más gordo, se paseaba
en motocicleta, acompañado de nutridos contingentes de chicas
adolescentes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES).
Una provocación para sus adversarios eclesiásticos que
no tardaron demasiado en considerarlo una especie de “anticristo”.
Encima se dio el gusto de tener una amante demasiado joven para la
época.
Nuevo ataque
Ya cegado como estaba por la puja que mantenía con sectores
de la Iglesia Católica, que le mostraba los dientes con manifestaciones
en las calles del centro de Buenos Aires, Perón lanzó
un segundo ataque furibundo e irracional contra las bases de la iglesia.
Corría 1954.
En diciembre les quitó todo lo que habían logrado desde
el nacimiento mismo de la Nación: prohibió las manifestaciones
públicas y las procesiones -salvo en épocas electorales-,
encarceló curas, cerró el órgano de prensa más
importante del Culto Católico, sancionó la ley del divorcio
absoluto, avaló la apertura de prostíbulos indiscriminadamente
y le arrancó a la Iglesia el poder de culto sostenido por las
arcas del Estado.
Creyó ingenuamente que podía golpear en los vértices
de una institución que tiene como mérito la solidaridad
entre sus pares. “Una corporación”, para algunos,
que Perón definía con esa difusa referencia a “la
sinarquía internacional”. Un grupo donde cabían
multinacionales, bancos, nacionalistas católicos, comunistas,
socialistas, demócratas cristianos, radicales, en fin: sus
oponentes de siempre en la arena movediza de la política criolla.
De Ricardo Balbín a Arturo Frondizi, pasando por Alfredo Palacios
y Cipriano Reyes… Un hombre que hasta su muerte se sintió
traicionado por Perón. Enjuagues de la historia mediante.
Todas estas iniciativas elucubradas por Perón, que algunos
tildan de “bravuconadas”, fueron apañadas y defendidas
por la prensa oficialista y por su verba inflamada, con ese tipo de
bilis tan propia del resentimiento pertinaz, que no puede acallarse
ni siquiera en la oscuridad de la soledad. El líder estaba
declinando a pasos agigantados. Su segundo gobierno se mantenía
con el último aliento y con poca inspiración para solucionar
los problemas de fondo. Si se repasan los acontecimientos de la época,
se verá claramente que Perón intentó ganar la
batalla con fuegos de artificio.
La CGT
Lo que debía ser su columna vertebral, la Confederación
General del Trabajo (CGT), se había burocratizado y los dirigentes
no estaban dispuestos a dejar que rueden sus cabezas con los primeros
albores de la primavera.
Por su parte, los trabajadores argentinos escuchaban discursos de
un Perón errático y contradictorio por las radios. El
Diario Democracia llamaba a “destruir a la oligarquía”.
Mientras que Perón intentaba bloquear con recursos mediáticos
a la Iglesia Católica, utilizando figuras de renombre deportivo,
como el boxeador Pascual Pérez, a quien esperó que descendiera
del avión que lo trajo como campeón del mundo, mientras
la Plaza de Mayo era tomada por católicos y grupos de conspiradores.
Con todo, Perón sobreactuó la pulseada con las clases
altas que lo detestaban tanto como a los ciudadanos que llegaron del
interior con el apogeo de su primer gobierno, y se equivocó
a la hora de elegir la estrategia de esa guerra gestual con el poder
real. El que había sido un estadista, ya no lo era tanto, si
bien presentía que un caldo espeso lo iba arrastrar de escena
con la furia de la lava de un volcán, no pudo o no quiso adelantarse
correctamente a los movimientos de sus enemigos internos y externos.
En suma: el 17 de octubre había pasado. Y la Segunda Guerra
Mundial también. Ahora Perón era mirado muy feo por
el Vaticano, a pesar de las gestiones infructuosas de uno de sus ministros,
que supo visitar Roma para lograr una tregua que duró lo que
un suspiro. Y los Estados Unidos estaban hartos de ese general latinoamericano
y “populista”, que tenía la manía de “armar
trenzas” con otros militares (en Perú, República
Dominicana, Paraguay, Chile, Brasil) para formar un polo diferenciador
del todopoderoso Norte del Continente.
La sepultura
Las cartas estaban echadas: debía irse o resistir hasta el
final. Y el telón podría ser una sepultura.
En este clima de incertidumbre y calma chicha, se gestó la
conspiración del 16 de setiembre de 1955, que significó
el debut de la llamada “Revolución Libertadora”
en la historia nacional. Un gobierno que careció de plan inicial
y que se dedicó a prohibir el recuerdo del pasado, su simbología
y su herencia.
De a poco, la semilla del odio germinó. La pregunta es por
qué.
Hacía 1955, la crisis económica en plena segunda gestión
de Perón, había precipitado la tensión distributiva
de los argentinos. El sector más rico y propietario, del campo
o la industria, no estaba dispuesto a tolerar una distribución
del ingreso semejante al 50 por ciento del Producto Bruto Interno,
a manos de los trabajadores asalariados. Una conquista social que
jamás se volvió a repetir en la historia nacional.
Impulsados por los partidos opositores y la Iglesia, los protagonistas
del levantamiento del 16 de setiembre tenían como meta el poder,
pero sin saber muy bien para qué.
Los fuegos comenzaron en Córdoba, hasta allí fue el
general Eduardo Lonardi, que había viajado de civil y en micro.
Otro hombre del Ejército, Pedro Eugenio Aramburu, lo secundaría
desde Corrientes.
Las tropas leales a Perón no pudieron detener el golpe. O no
quisieron. La Marina, liderada por el almirante Isaac Francisco Rojas,
fue uno de los mayores promotores del suceso de setiembre. Rojas bloqueó
con sus barcos la ciudad de Buenos Aires. Y el estado mayor amenazó
con volar los depósitos de combustibles de La Plata y Dock
Sud.
El ministro de Guerra, general Franklin Lucero, intentó mediar
y leyó una carta en la que Perón solicitaba la negociación
de un acuerdo inminente. La carta no hablaba de renuncia, aunque se
puede entender ahora como una especie de “renunciamiento”
implícito. Rápida de reflejos, la Junta del Ejército
decidió evaluarla como una renuncia clara y negociar con los
golpistas, mientras miles de peronistas fieles, encolumnados detrás
de la CGT, pedían armas para defender lo que consideraban “nuestro
gobierno”. Gritaban “la vida por Perón” y
se aventuraban en las calles con carteles y palos, sin el apoyo de
sus dirigentes, más preocupados en cuidar el propio pellejo,
que en defender con lealtad al coronel que los parió.
El asilo
El 20 de setiembre Perón se refugió en la embajada del
Paraguay. Y tiempo más tarde salió del país en
la cañonera que lo dejó en la Asunción de Alfredo
Strossner. Fue el inicio de su largo exilio que lo mantuvo afuera
de la Argentina por casi 17 años. Su residencia más
estable fue en Puerta de Hierro, Madrid, gracias a los favores que
le brindó Francisco Franco y el enigmático empresario
Jorge Antonio, un experto en contabilidades y chequeras: más
allá de las fronteras de la industria automotriz.
Ya pasaron 31 años de su muerte, pero sin duda Juan Domingo
Perón sigue siendo un hombre omnipresente. A diferencia de
Eva Duarte, que demostraba con la mirada y la voz toda su inocente
complejidad, Perón zigzagueaba entre el general hermético
y el hombre campechano que todo lo sabe y todo lo demuestra con afecto
y tacto en dosis perfectamente dilatadas. Fue el reflejo de lo que
los otros esperaban ver.
En su período de esplendor: del ‘44 al ‘52, fue
un presidente autoritario. Pero muy sensible a los problemas sociales
que traía la posguerra para la Argentina.
Si bien no fue el creador de los proyectos, se ocupó en promover
leyes que devolvieron la dignidad a millones de trabajadores y a los
sectores más desplazados de la sociedad, como los peones rurales.
Y a la vez, colmó al país con un aparato de propaganda
incesante, censurando la crítica, debilitando a la prensa opositora,
llegando a encarcelar músicos, actores y centenares de dirigentes
políticos.
A pesar de todos sus errores, el gobierno de Perón había
llegado de la mano del sufragio democrático. Sus detractores
jamás entendieron la raíz popular del primer peronismo.
No es descabellado decir que la llamada “Revolución Libertadora”
de Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas -sucesores de Eduardo Lonardi-
fue, en los hechos, una tiranía: vejaron el cadáver
de Eva Duarte y lo sepultaron con nombre falso en Milán, gracias
a los oficios del Vaticano, que había excomulgado a Perón
por las disputas profundas del 53-54.
El carácter de la gestión de Aramburu quedó demostrado
de manera notoria en 1956, con el fusilamiento de Juan José
Valle, luego de su fallido alzamiento. Aunque el talón de Aquiles
fue sin duda, el fusilamiento de civiles en los basurales de José
León Suárez. Al mismo tiempo, promovieron una especie
de ensayo parlamentario de tipo consultivo donde quedaron representados
todos los partidos con excepción del peronismo proscrito. Aramburu
dialogaba con el Partido Comunista, pero creía que el peronismo
era la reencarnación del fascismo de Benito Mussolini. No son
pocos quienes creen que estaba en lo cierto.
Han pasado 50 años del golpe contra Juan Domingo Perón.
¿Existen los buenos (buenos) y los malos (malos)?
Para conocer la respuesta, basta con mirar atentamente: la historia
viborea y siempre vuelve.
(*) Periodista y escritor. Autor de: “¿Quién
mató a Aramburu?”, Editorial Sudamericana, 2005. |
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