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Las explosiones de Hiroshima y
Nagasaki marcaron el inicio de la era nuclear en la carrera armamentística.
Hiroshima (dpa)> Era un caluroso día de
verano. Aquella mañana del 6 de agosto de 1945 Mikoyo Tando,
de 13 años, estaba delante de la ventana arreglando la correa
de su cantimplora. En el jardín de la casa, su padre colocaba
un armario sobre una carreta. Los dos se disponían a seguir
a la madre, que abandonó Hiroshima por miedo a los ataques
con bombas y se trasladó al campo con su hijo menor para reunirse
con sus familiares. Son las ocho horas con 15 minutos de la mañana.
De repente, «vi una luz deslumbrante blanquiazul. Luego perdí
el conocimiento», recuerda Mikoyo 60 años después.
Tras un vuelo de varias horas, desde la pequeña isla de Tinian,
situada a unos 2.500 kilómetros al sureste de Japón,
el bombardero estadounidense «Enola Gay» había
arrojado a una altura de 580 metros sobre el hospital Shima, en el
centro de Hiroshima, la bomba atómica bautizada con el inofensivo
nombre de «Little Boy».
En cuestión de segundos la zona, hasta entonces llena de actividad,
quedó arrasada: la ola de choque y calor de al menos 6.000
grados centígrados convirtió a la ciudad en un infierno
en llamas.
Pánico
Todo lo que estaba en pie se derrumbó por la presión.
De los 350.000 habitantes de Hiroshima murieron de golpe más
de 70.000. Hasta diciembre de 1945, el número de muertos se
elevó a 140.000. Perturbados, con el cuerpo cubierto de ampollas
causadas por quemaduras y la piel desprendida, los que sobrevivieron
al bombardeo corrieron por las calles de la ciudad presas del pánico.
Cuando Miyoko Tando recupera el conocimiento, su padre la está
sacando con sus últimas fuerzas de entre los escombros de su
casa. Luego, el cielo se oscurece. Sobre la ciudad cae una lluvia
de gotas negras a las que están adheridas cenizas radiactivas,
contaminando a los desprevenidos sobrervivientes. «Después
de beber agua de una tubería reventada, escupí un líquido
amarillento», relata Tando.
Tres días después de la explosión, Miyoko asistió
impotente a la muerte de su pequeña hermana y, poco después,
de su padre. Ese mismo día, el 9 de agosto, el Ejército
estadounidense lanzó una segunda bomba atómica sobre
Nagasaki, que causó la muerte, hasta diciembre de 1945, de
unas 70.000 personas. La cifra exacta de víctimas jamás
podrá establecerse, puesto que muchas personas murieron años
después a causa de las secuelas tardías de las radiaciones.
Durante mucho tiempo, Mikoyo fue incapaz de hablar del horror vivido.
La mujer, pequeña y flaca, tiene un aspecto frágil.
Desde hace algún tiempo padece una enfermedad hepática.
Aun así, no se cansa de contar su terrible experiencia ante
escolares y otras personas interesadas, «para que no se olvide
la bomba», dice con voz débil mientras pasa la mano sobre
su brazo lleno de cicatrices.
Sin embargo, la importancia de lo que pasó en Hiroshima va
perdiendo peso. Durante varias décadas, la gran mayoría
de la población japonesa apoyó la Constitución
pacifista de su país, pero esto está cambiando, entre
otros motivos por la amenaza que representan los misiles de Corea
del Norte. En este contexto, se está discutiendo por primera
vez un cambio de la Constitución nipona, que ni siquiera permite
la existencia de un Ejército regular.
El sufrimiento aún no termina
Los padecimentos
siguen tanto para los sobrevivientes como para sus hijos.
Los sobrevivientes fueron discriminados por décadas
a consecuencia de sus secuelas por los bombardeos.
Hiroshima (dpa) > Midori Yamada padece desde
su niñez de una extrema carencia de hierro. Cuando tenía
34 años, enfermó de cáncer de mama. «Sin
embargo, en aquel entonces no atribuía estos padecimientos
al lanzamiento de la bomba atómica», relata esta japonesa
que hoy cuenta 56 años.
Sólo mucho tiempo después comenzó a sospechar
que sus enfermedades tuvieron algo que ver con el hecho de que su
padre, inmediatamente después de caer la primera bomba atómica,
salió corriendo a Hiroshima para buscar durante varios días
a amigos y colegas en la ciudad contaminada. Yamada pertenece a los
hibaku nisei, la segunda generación de víctimas de la
bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki. Entre tanto, se sabe
que la combinación de intenso calor, presión y radiación
causó entre las víctimas directas («hibakusha»)
trastornos del crecimiento, envejecimiento prematuro, enfermedades
de la sangre y la piel, daños en el sistema nervioso central
y abortos, entre otras afecciones.
Descendientes
Sin embargo, hasta el día de hoy no existen pruebas fehacientes
que demuestren que las bombas atómicas también causaron
daños en los descendientes de los «hibakusha».
Por este motivo, el Estado japonés no ha reconocido como víctimas
a los hibaku nisei, quienes, a diferencia de los supervivientes directos,
no tienen derecho a reclamar exámenes médicos gratuitos
ni ayuda financiera. Sólo algunas prefecturas (provincias)
como Tokyo otorgan a los descendientes de las víctimas directas
certificados que les da el derecho de recibir chequeos médicos
sencillos y, en casos de graves enfermedades como cáncer, también
ayuda financiera, explica Yamada. «Eso está bien, aunque
no es suficiente», dice la japonesa, quien fue uno de los que
recibieron tal certificado en Tokyo.
Llama la atención, señala Yamada, que muchos de sus
amigos de la escuela murieran jóvenes de cáncer. Muchos
se quejan de que no se realicen investigaciones profundas. Sin embargo,
esto no es correcto, afirma Nor Nakamura, jefe del departamento genético
de la Fundación de Investigación sobre los Efectos de
la Radiación (RERF) en Hiroshima. Este instituto, gestionado
por los gobiernos de Japón y Estados Unidos, es el único
en Japón que investiga exhaustivamente las consecuencias de
las bombas.
También se han realizado investigaciones sobre los hibaku nisei,
pero muchos de los afectados desconocen esos estudios, ya que hasta
ahora sólo han sido publicados en inglés, indica Nakamura.
En su opinión, será necesario continuar las investigaciones
también durante las próximas décadas.
Sin embargo, el problema es que el instituto que dirige Nakamura es
objeto de desconfianza, debido a que nació de la Comisión
para las Víctimas de la Bomba Atómica (ABCC, según
las siglas en inglés), que fue creada por orden del presidente
estadounidense Harry S. Truman. El instituto recibió el encargo,
después de los bombardeos contra Hiroshima y Nagasaki, de investigar
las consecuencias de las radiaciones para los supervivientes.
Muchos japoneses todavía denuncian hoy que los estadounidenses
sólo utilizaron a las víctimas para sus intereses de
investigación militar, sin ofrecerles ayuda médica,
y que los datos reunidos en aquel entonces fueron ocultados, lo cual
también contribuyó a generar desconfianza entre muchos
descendientes.
Otras persona, por su parte, ocultan el hecho de que pertenecen a
los hibaku nisei, muchas veces por temor a ser discriminados socialmente
-como también pasó con la gran mayoría de las
víctimas directas de las bombas atómicas- cuando buscan
pareja o trabajo.
La amenaza todavía persiste
Tokyo
(AFP-NA) > Hace sesenta años el mundo descubría
el apocalipsis nuclear en Hiroshima y Nagasaki, que fueron los primeros
y únicos blancos de la bomba atómica, pero la amenaza
persiste.
Capital mundial del pacifismo, la ciudad de Hiroshima (Sur de Japón)
conmemorará hoy el día que marcó la entrada de
nuestro planeta en la era nuclear. Otras ceremonias tendrán
lugar tres días más tarde en Nagasaki (Sur).
El 6 de agosto de 1945, exactamente a las ocho y cuarto, a una hora
de gran afluencia, el bombardero norteamericano B29 «Enola Gay»,
arrojó la Bomba A contra Hiroshima, en ese ciudad de guarnición
y puerto militar. La bomba estalló a unos 600 metros de altitud
y arrasó instantáneamente con el centro de la ciudad.
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