La caída de Juan Domingo Perón

El golpe de 1955:
Crónica del desasosiego

 
 
Eva Perón, junto a su esposo, Juan Perón, en una de las últimas
apariciones públicas.
Un día como hoy, la Revolución Libertadora se instalaba en el poder luego de bombardear la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo.


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Por Juan Alonso (*)

El golpe de hace 50 años profundizó la división de los argentinos y engendró más violencia política.

Buenos Aires (Especial para La Mañana De Neuquén) > Juan Domingo Perón ya no era el mismo del ‘45. Eva, Evita, su mujer (la mujer), había muerto, producto de un cáncer fulminante. Miles de personas peregrinaron hacia el velatorio y muchos la creyeron santa. Una leyenda. Una estampita. Un afiche electoral. Ella supo martillar palabras y gestos en los rincones remotos de este país vacío. Fue justa y despótica: esencialmente humana. Y él, general del Ejército, reelecto. Aquel caudillo que sostenía a su esposa de pie en el último discurso, abrazándola sin consuelo -con la sombra de la muerte que es siempre un cuervo al acecho- se quedó sin resto anímico ni espejos a la hora de la lisonja. Todo el peso le cayó encima.
Al poco tiempo, el hombre continuaba fumando cigarrillos por docenas con la voracidad propia de los insomnes, más gordo, se paseaba en motocicleta, acompañado de nutridos contingentes de chicas adolescentes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Una provocación para sus adversarios eclesiásticos que no tardaron demasiado en considerarlo una especie de “anticristo”. Encima se dio el gusto de tener una amante demasiado joven para la época.

Nuevo ataque
Ya cegado como estaba por la puja que mantenía con sectores de la Iglesia Católica, que le mostraba los dientes con manifestaciones en las calles del centro de Buenos Aires, Perón lanzó un segundo ataque furibundo e irracional contra las bases de la iglesia. Corría 1954.
En diciembre les quitó todo lo que habían logrado desde el nacimiento mismo de la Nación: prohibió las manifestaciones públicas y las procesiones -salvo en épocas electorales-, encarceló curas, cerró el órgano de prensa más importante del Culto Católico, sancionó la ley del divorcio absoluto, avaló la apertura de prostíbulos indiscriminadamente y le arrancó a la Iglesia el poder de culto sostenido por las arcas del Estado.
Creyó ingenuamente que podía golpear en los vértices de una institución que tiene como mérito la solidaridad entre sus pares. “Una corporación”, para algunos, que Perón definía con esa difusa referencia a “la sinarquía internacional”. Un grupo donde cabían multinacionales, bancos, nacionalistas católicos, comunistas, socialistas, demócratas cristianos, radicales, en fin: sus oponentes de siempre en la arena movediza de la política criolla. De Ricardo Balbín a Arturo Frondizi, pasando por Alfredo Palacios y Cipriano Reyes… Un hombre que hasta su muerte se sintió traicionado por Perón. Enjuagues de la historia mediante.
Todas estas iniciativas elucubradas por Perón, que algunos tildan de “bravuconadas”, fueron apañadas y defendidas por la prensa oficialista y por su verba inflamada, con ese tipo de bilis tan propia del resentimiento pertinaz, que no puede acallarse ni siquiera en la oscuridad de la soledad. El líder estaba declinando a pasos agigantados. Su segundo gobierno se mantenía con el último aliento y con poca inspiración para solucionar los problemas de fondo. Si se repasan los acontecimientos de la época, se verá claramente que Perón intentó ganar la batalla con fuegos de artificio.

La CGT
Lo que debía ser su columna vertebral, la Confederación General del Trabajo (CGT), se había burocratizado y los dirigentes no estaban dispuestos a dejar que rueden sus cabezas con los primeros albores de la primavera.
Por su parte, los trabajadores argentinos escuchaban discursos de un Perón errático y contradictorio por las radios. El Diario Democracia llamaba a “destruir a la oligarquía”. Mientras que Perón intentaba bloquear con recursos mediáticos a la Iglesia Católica, utilizando figuras de renombre deportivo, como el boxeador Pascual Pérez, a quien esperó que descendiera del avión que lo trajo como campeón del mundo, mientras la Plaza de Mayo era tomada por católicos y grupos de conspiradores.
Con todo, Perón sobreactuó la pulseada con las clases altas que lo detestaban tanto como a los ciudadanos que llegaron del interior con el apogeo de su primer gobierno, y se equivocó a la hora de elegir la estrategia de esa guerra gestual con el poder real. El que había sido un estadista, ya no lo era tanto, si bien presentía que un caldo espeso lo iba arrastrar de escena con la furia de la lava de un volcán, no pudo o no quiso adelantarse correctamente a los movimientos de sus enemigos internos y externos.
En suma: el 17 de octubre había pasado. Y la Segunda Guerra Mundial también. Ahora Perón era mirado muy feo por el Vaticano, a pesar de las gestiones infructuosas de uno de sus ministros, que supo visitar Roma para lograr una tregua que duró lo que un suspiro. Y los Estados Unidos estaban hartos de ese general latinoamericano y “populista”, que tenía la manía de “armar trenzas” con otros militares (en Perú, República Dominicana, Paraguay, Chile, Brasil) para formar un polo diferenciador del todopoderoso Norte del Continente.

La sepultura
Las cartas estaban echadas: debía irse o resistir hasta el final. Y el telón podría ser una sepultura.
En este clima de incertidumbre y calma chicha, se gestó la conspiración del 16 de setiembre de 1955, que significó el debut de la llamada “Revolución Libertadora” en la historia nacional. Un gobierno que careció de plan inicial y que se dedicó a prohibir el recuerdo del pasado, su simbología y su herencia.
De a poco, la semilla del odio germinó. La pregunta es por qué.
Hacía 1955, la crisis económica en plena segunda gestión de Perón, había precipitado la tensión distributiva de los argentinos. El sector más rico y propietario, del campo o la industria, no estaba dispuesto a tolerar una distribución del ingreso semejante al 50 por ciento del Producto Bruto Interno, a manos de los trabajadores asalariados. Una conquista social que jamás se volvió a repetir en la historia nacional.
Impulsados por los partidos opositores y la Iglesia, los protagonistas del levantamiento del 16 de setiembre tenían como meta el poder, pero sin saber muy bien para qué.
Los fuegos comenzaron en Córdoba, hasta allí fue el general Eduardo Lonardi, que había viajado de civil y en micro. Otro hombre del Ejército, Pedro Eugenio Aramburu, lo secundaría desde Corrientes.
Las tropas leales a Perón no pudieron detener el golpe. O no quisieron. La Marina, liderada por el almirante Isaac Francisco Rojas, fue uno de los mayores promotores del suceso de setiembre. Rojas bloqueó con sus barcos la ciudad de Buenos Aires. Y el estado mayor amenazó con volar los depósitos de combustibles de La Plata y Dock Sud.
El ministro de Guerra, general Franklin Lucero, intentó mediar y leyó una carta en la que Perón solicitaba la negociación de un acuerdo inminente. La carta no hablaba de renuncia, aunque se puede entender ahora como una especie de “renunciamiento” implícito. Rápida de reflejos, la Junta del Ejército decidió evaluarla como una renuncia clara y negociar con los golpistas, mientras miles de peronistas fieles, encolumnados detrás de la CGT, pedían armas para defender lo que consideraban “nuestro gobierno”. Gritaban “la vida por Perón” y se aventuraban en las calles con carteles y palos, sin el apoyo de sus dirigentes, más preocupados en cuidar el propio pellejo, que en defender con lealtad al coronel que los parió.

El asilo
El 20 de setiembre Perón se refugió en la embajada del Paraguay. Y tiempo más tarde salió del país en la cañonera que lo dejó en la Asunción de Alfredo Strossner. Fue el inicio de su largo exilio que lo mantuvo afuera de la Argentina por casi 17 años. Su residencia más estable fue en Puerta de Hierro, Madrid, gracias a los favores que le brindó Francisco Franco y el enigmático empresario Jorge Antonio, un experto en contabilidades y chequeras: más allá de las fronteras de la industria automotriz.
Ya pasaron 31 años de su muerte, pero sin duda Juan Domingo Perón sigue siendo un hombre omnipresente. A diferencia de Eva Duarte, que demostraba con la mirada y la voz toda su inocente complejidad, Perón zigzagueaba entre el general hermético y el hombre campechano que todo lo sabe y todo lo demuestra con afecto y tacto en dosis perfectamente dilatadas. Fue el reflejo de lo que los otros esperaban ver.
En su período de esplendor: del ‘44 al ‘52, fue un presidente autoritario. Pero muy sensible a los problemas sociales que traía la posguerra para la Argentina.
Si bien no fue el creador de los proyectos, se ocupó en promover leyes que devolvieron la dignidad a millones de trabajadores y a los sectores más desplazados de la sociedad, como los peones rurales. Y a la vez, colmó al país con un aparato de propaganda incesante, censurando la crítica, debilitando a la prensa opositora, llegando a encarcelar músicos, actores y centenares de dirigentes políticos.
A pesar de todos sus errores, el gobierno de Perón había llegado de la mano del sufragio democrático. Sus detractores jamás entendieron la raíz popular del primer peronismo. No es descabellado decir que la llamada “Revolución Libertadora” de Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas -sucesores de Eduardo Lonardi- fue, en los hechos, una tiranía: vejaron el cadáver de Eva Duarte y lo sepultaron con nombre falso en Milán, gracias a los oficios del Vaticano, que había excomulgado a Perón por las disputas profundas del 53-54.
El carácter de la gestión de Aramburu quedó demostrado de manera notoria en 1956, con el fusilamiento de Juan José Valle, luego de su fallido alzamiento. Aunque el talón de Aquiles fue sin duda, el fusilamiento de civiles en los basurales de José León Suárez. Al mismo tiempo, promovieron una especie de ensayo parlamentario de tipo consultivo donde quedaron representados todos los partidos con excepción del peronismo proscrito. Aramburu dialogaba con el Partido Comunista, pero creía que el peronismo era la reencarnación del fascismo de Benito Mussolini. No son pocos quienes creen que estaba en lo cierto.
Han pasado 50 años del golpe contra Juan Domingo Perón. ¿Existen los buenos (buenos) y los malos (malos)?
Para conocer la respuesta, basta con mirar atentamente: la historia viborea y siempre vuelve.

(*) Periodista y escritor. Autor de: “¿Quién mató a Aramburu?”, Editorial Sudamericana, 2005.

 

 


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