Por Darío D’Atri
Buenos Aires (Corresponsalía) > De repente
todo se ha teñido del más oscuro color. La desaparición
del albañil Julio López, testigo clave que permitió
con su testimonio y reconocimiento condenar al ex comisario Etchecolatz
por genocidio, está poniendo a prueba –una vez más-
la capacidad política y el sentido común de la clase
dirigente argentina. Para el gobierno, el casi seguro secuestro de
López significa el mayor desafío a su política
central de derechos humanos; enarbolada por Néstor Kirchner
desde el día que asumió. Un desafío mafioso que,
por los objetivos que pueden intuirse aunque no por existir amenaza
institucional, se parece en gravedad al que tuvieron las asonadas
carapintadas contra el gobierno de Raúl Alfonsín. La
búsqueda por la vía del terror de frenos a la catarata
de juicios por comenzar contra militares y policías no es sino
otra manifestación del tenor que tuvieron aquellas demandas
que enarboló Aldo Rico y se tradujeron en un parate de casi
20 años de los juicios contra genocidas.
El paso de los días hace menos probable la tesis de un ocultamiento
voluntario de parte del albañil que fue secuestrado y torturado
en el Proceso por el propio Etchecolatz, a la vez que vuelven más
realistas los fantasmas de irrupción de mano de obra desocupada,
directamente relacionada con las fuerzas de represión y muerte
que azolaron el país de la mano del terrorismo de Estado.
Las nuevas purgas policiales en la maldita policía, como se
conoce a la Bonaerense, no hacen otra cosa que verificar lo que siempre
han denunciado la mayoría de los organismos de derechos humanos
y que la clase política prefirió eludir: la permanencia
desde el final del Proceso de jefes, suboficiales y oficiales militares
y policiales en las fuerzas de defensa y seguridad no solo implicó
amenazas y condicionamientos sobre el tortuoso camino de la consolidación
democrática, sino el cobijo y mantenimiento por parte del Estado
de criminales y genocidas capaces de cualquier cosa. Desde el asesinato
atroz de José Luis Cabezas, hasta el crimen y desaparición
del estudiante platense Bru, pasando por centenares de muertes, secuestros,
bandas de temibles ladrones del asfalto e intimidadores profesionales,
los cuarteles y comisarías no depurados han sido una caja de
Pandora de la que escapan las más temibles amenazas contra
la vida y la democracia.
Ahora, parece llegar tarde la emergencia de seguridad decretada en
la provincia de Buenos Aires o la expulsión de casi un centenar
de policías participes de delitos durante la dictadura. Y por
si fuera poco, las consecuencias sobre la revisión del pasado
y juzgamiento de varios cientos de ex militares, policías y
represores civiles son, en perspectiva, claramente negativas, por
el temor que la desaparición de López genera sobre testigos
que están al borde de declarar, cara a cara, contra asesinos
y captores de niños nacidos en madres secuestradas durante
el Proceso.
Aunque no es hora de achacar responsabilidades al boleo y resultan
patéticos los reclamos de dirigentes como Mauricio Macri, que
nunca fue un adalid de la lucha por derechos humanos, lo cierto es
que el gobierno nacional se mostró lento en la reacción
inicial tras el secuestro y, peor aún, confiado en exceso en
la incapacidad de reacción de los sectores golpistas encaminados
a los tribunales, como para diseñar una estrategia de protección
de testigos claves.
Ahora, son casi impredecibles las consecuencias de la desaparición
de López, aunque no hay dudas que obligará al gobierno
a romper el exceso de soledad desde la cual diseñó e
impulsó la política de anulación de las leyes
del perdón y el juzgamiento de criminales del Proceso; mientras
la oposición duda si transforma la situación creada
por el posible secuestro de López en un tema de politiquería
o en una cuestión de Estado.
El país que no entendieron
El presidente Kirchner, al contrario de lo ocurrido hasta ahora con
su política de derechos humanos, parece haber girado con cierta
desorientación en los últimos días, tal vez vanamente
preocupado por el impacto que un posible desenlace fatal del caso
López pudiera infligir a su imagen y la de su gobierno.
Por cierto, la lucha contra ese país oscuro, el que no entendió
el paso de más de 20 años de democracia y, sobre todo,
de los últimos 3 años de revisión profunda de
las políticas de indulto y negación de justicia, hacían
previsible una reacción por el lado de la violencia. Y es allí
en donde caben las mayores dudas: ¿consideró el gobierno
nacional una estrategia global de protección de testigos, inteligencia
y detección de focos de reacción a la política
de juzgamiento de los crímenes de la dictadura y coordinación
desde las fuerzas de seguridad democráticas de un plan consistente
de neutralización de esos resabios del Proceso?. La respuesta,
por lo que se está viendo, se orienta para el lado del “no”.
Ahora, es la propia y renovada Suprema Corte de Justicia la que debe
salir a pedir al gobierno una debida protección de testigos,
mientras busca calmar los temores que en el frente judicial provocaron
las decenas de amenazas contra jueces y fiscales involucrados en los
juicios contra genocidas.
Algo por el estilo escuchó el gobierno nacional de parte del
de Italia, que manifestó a través de su vicecanciller
la preocupación de la península por el impacto de la
desaparición de López en la continuidad del proceso
de enjuiciamiento de militares y policías.
El riesgo sobre causas que ya vienen marcadas por la escasez de testigos
y de datos irrefutables como un reconocimiento visual de torturadores
de parte de sus antiguas victimas es que se caigan esos procesos y
no se cierre el circulo ejemplificador que deberían tener condenas
como las que ya recayeron sobre el “Turco” Julián
o el propio Etchecolatz.
La Argentina se encuentra una vez más en una encrucijada histórica,
en la que la apatía popular y la mezquindad política
bien podrían hacer que se pierda la oportunidad de cerrar con
justicia la peor herida de los últimos 100 años de vida
de la República.
Es, desde otro costado, interesante analizar cómo la irrupción
inesperada del caso de desaparición del albañil López
viene a trastocar el patético escenario que comenzaba a montarse
en torno a las elecciones del año próximo. Ahora, será
aún más evidente y bochornoso comprobar, si así
ocurriera, que los principales partidos y dirigentes evitaran pensar
con sentido histórico una salida conjunta al callejón
tenebroso en el que el presunto secuestro de López nos ha metido
a todos, obnubilados por los comicios del lejano octubre del 2007.
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