Por Adolfo Guinot
«José Mármol era a la sazón director de
la Biblioteca Pública, a la que concurría ya como lector
asiduo y casi siempre solitario. De vez en cuando oíase retumbar,
en el silencio del caserón desierto, la voz del autor de Amalia,
dando instrucciones al único ordenanza del establecimiento:
-‘¡Gallego bárbaro, los libros no son ladrillos!’.
(Paul Groussac, Los que Pasaban).
«La consideración que Moliere gozaba por parte de Luis
XIV resulta evidente ante la canonjía que obtuvo para el hijo
de su médico. Todo el mundo sabe que cenando una vez con el
rey, éste le preguntó: -‘¿Y cómo
os va con este médico que tenéis?’ –‘Majestad,
respondió Moliere, me reúno con él, conversamos
un rato, él me ordena algunos medicamentos, yo de ningún
modo le hago caso, y rápidamente me curo’.
(Voltaire, Vida de Moliere).
«Es sabido que el santo protector
de la ciudad de Buenos Aires es San Martín de Tours. Durante
el bloqueo francés, Juan Manuel de Rosas se apercibió
que el santo era de nacionalidad francesa; en consecuencia, expidió
un decreto en los siguientes términos: ‘Habiendo perdido
el gobierno de la Confederación la confianza que tenía
en el santo San Martín, instituido protector de la ciudad de
Buenos Aires; y en vista de no haber hecho nada, como era su deber
de buen federal, para impedir que sus paisanos nos trajeran el injusto
bloqueo que nos han puesto, queda destituido del honroso cargo del
que fuera investido, por flojo y mal federal. Rosas’.»
(Santiago Calzadilla, Las Beldades de mi Tiempo).
«En Boston, también nos entramos en Trinity Church,
una de las iglesias más bellas de Estados Unidos, ricamente
decorada y muy concurrida. Oímos cantos agradables y un sermón
desagradable, cuyo tema era esta proposición: ‘Los malos
serán castigados alguna vez, aun cuando no lo sean en este
mundo, donde generalmente gozan de mil ventajas’.»
(Eduardo Wilde, Viajes y Observaciones).
«Abel Pardo, que después sería cónsul argentino
en New York, no había preparado la lección aquel día,
por lo que fue natural que al profesor se le ocurriera tomársela
a él. El profesor era Pedro Goyena y se trataba de filosofía.
Como el alumno hubiera confesado que no sabía, que no había
estudiado, Goyena abrió el manual de Amadeo Jacques y leyó:
«El hombre naturalmente desea saber, la presencia de lo desconocido
le inquieta y molesta. De este deseo nace la ciencia»... Aquí
Goyena se detuvo, fijó sus ojos en Pardo y le dijo: -»¿Esto
no reza para usted, señor?».
(Diario La Mañana, Anécdotas, 1918). |