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Por MARIANO WINOGRAND (*)
A pesar de que frutas y hortalizas constituyen alimentos básicos
vinculados a la especie humana desde sus orígenes, no es sino
hasta hace poco que el análisis de su consumo se convirtió
en factor central de las políticas económicas, sanitarias
y de desarrollo.
La «revolución verde» -innovación por la cual
mereció Norman Borlaug el Premio Nobel de la Paz en la década
del 60- centró su interés sobre la producción agraria,
casi exclusivamente en la oferta de cereales y oleaginosas (fuente de
hidratos de carbono y -en mucha menor medida- de proteínas, ya
sea directamente o por vía de su transformación animal).
Durante años, desde los debates maltusianos de los siglos XVII
y XVIII hasta la creación de la FAO en la década del 50,
la preocupación política en torno de la agricultura y
la alimentación se concentró en la necesidad de resolver
la escasez promoviendo una oferta masiva, escasamente diferenciada y
con relativo desinterés por la composición nutricional
precisa. En ese contexto, las frutas y hortalizas no poseían
relevancia, ya que su composición básicamente acuosa,
su escasa densidad energética y su valor nutricional restringido
básicamente a vitaminas, minerales, antioxidantes y fotoquímicos,
carecía de valor político, restringiéndose su importancia
a los aspectos pluriculturales, hedonísticos, geográficos,
locales, comerciales, etc.
Sin embargo, desde hace unos veinte años y especialmente en la
última década, el proceso descrito se ha revertido casi
antipódicamente. La comprobación científica acerca
de la importancia relativa de la obesidad, que hoy genera daños
por morbilidad y mortalidad infinitamente mayores que los de la desnutrición,
ha llevado el estudio de la oferta y consumo de vegetales frescos a
un lugar preponderante en las políticas públicas del que
históricamente careció. Es por ello que en frutihorticultura
debemos eludir el riesgo de planteos maniqueos que propongan la expansión
con una base exclusivamente exportadora.
Todo proceso de expansión productiva en lo sectorial debe incluir
proyectos concretos para incrementar el consumo local, nacional y regional,
con lo que el rompecabezas sectorial se asemeja más a lo que
Europa construyó como multifuncionalidad en su PAC, que a los
esquemas en que recurrentemente reincidimos enfrentando exportación
vs. consumo con sus correlatos de retenciones y conflictos.
A pesar de que en una observación empírica podemos llegar
a no percibirlo, el análisis acerca de la composición
de las ingesta nos muestra un proceso de cambio sostenido a lo largo
de las últimas décadas. El incremento calórico
en la oferta alimentaria implicó, tanto en contextos de mayor
como de menor desarrollo económico relativo, un cambio sustancial
en el origen de la energía ingerida por los ciudadanos.
La oferta histórica desde hace casi 13.000 años (inicio
de la agricultura) basada en cereales y legumbres, enriquecida luego
por el incremento en el consumo de lácteos (que explotó
después de la Segunda Guerra Mundial), se modifica en los últimos
treinta años, para pasar a depender centralmente de aceites vegetales
(que explican en parte el fenómeno agrícola de sojización
en la Argentina) y azúcar (en muchos casos incorporado a otros
alimentos, como caso paradigmático las gaseosas y golosinas)
y en mucho menor medida de vegetales frescos, que constituyen el próximo
desafío en materia de transición alimentaría en
el mundo en desarrollo.
En el primer mundo el fenómeno es homólogo (auque menos
marcado). La reducción de la importancia de los cereales es mayor.
Frescos
Asimismo, aparecen las carnes como fuente importante de energía
alimentaria y la relación entre hidratos de carbono y grasas
de origen vegetal, es menos distorsionada hacia la sacarosa y oleaginosa,
para ofrecer un espacio levemente más destacado que el contexto
anterior a las frutas y hortalizas, que nos ocupan.
Desde una perspectiva política concreta (no fantasiosa) podría
sostenerse que el objetivo a desarrollar en una sociedad de nivel
intermedio como la latinoamericana, es un contexto nutricional que
se equipare en las próximas dos décadas al de países
descriptos como de mayor desarrollo relativo, revirtiendo el proceso
de pérdida cualitativa nutricional que nos ha caracterizado
en el pasado reciente.
Consideramos que tenemos por delante el complejo desafío de
innovar mediante una actitud «global-local». Por un lado
sería suicida renunciar a la circulación del conocimiento
y de la tecnología, al intercambio y al comercio: el desarrollo
agroalimentario en general y frutihortícola en particular serían
inviables sin ellos.
Por el otro resulta impostergable encontrar una respuesta social que
ofrezca alimento, solidaridad, educación, cultura y arraigo
local a las inmensas poblaciones marginales de América Latina,
cuya atención prioritaria no admite más dilaciones.
Los europeos se repusieron de la Segunda Guerra utilizando el siguiente
criterio: el desarrollo agrario es multifuncional, ya que no sólo
implica PBI sino también cultura y demografía. Es hora
de que nosotros superemos el cinismo que nos carcome desde hace muchísimo
tiempo y entendamos que para no parecer locos debemos hacer las cosas
en forma distinta (si pretendemos, naturalmente, resultados que también
lo sean).
(*)Presidente de asociación 5aldía |
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