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Por mariana percovich
«Estamos en el medio de la polvareda y esto no se asienta.
Las transformaciones aparecen frente a los contemporáneos como
muy vertiginosas», dice el filósofo Oscar Terán
para explicar estos tiempos de «transición». Terán
es profesor universitario e investigador del CONICET y se dedica a
estudiar la historia de las ideas, a mirar cada época desde
la perspectiva de quienes las pensaron: los intelectuales. Según
él, la sociedad argentina es populista, «desconfía
de los saberes librescos y escucha a quien habla desde la universidad
de la vida». Su último libro es Ideas en el siglo. Intelectuales
y cultura en el siglo XX latinoamericano. .
¿El siglo XXI ya dio a luz ideas propias o todavía
convivimos con un reciclaje de ideas del siglo XX?
El siglo XXI está en pañales, pero podemos verificar
que ha «caído» el neoliberalismo, que ya no concita
las atracciones que concitó en algún momento, y dicha
caída se explica a partir de las gravosas consecuencias sociales
que generó. Y esto convive con fenómenos que vienen
de antes. Con la implosión de la Unión Soviética
se redimensionó la geopolítica y el modo de mirar el
mundo. La emergencia de un mundo monopolar encabezado por el imperialismo
norteamericano abre un signo de pregunta ante un panorama muy incierto.
¿Cómo describiría el clima de ideas
y de sensibilidades actual en la Argentina?
Depende de los diversos sectores del pensamiento, de las diferentes
disciplinas. No hay una unidad, siempre hay disparidades en este tipo
de desarrollos. De 1984 en adelante, para tomar el bloque de la recuperación
democrática, y para decirlo rápidamente, lo que se observa
en la Argentina es una caída de la sociología y un ascenso
de la ciencia política así como de la historia. Esto
tiene que ver con la caída de un paradigma que tenía
su centro en la economía como eje en torno al cual se leían
las sociedades. En las últimas décadas apareció
como dato significativo para comprender el mundo social aquello que
se llama lo simbólico, lo imaginario, el poder de las las ideas.
Entonces, hay un descentramiento relativo respecto de la economía,
y simultáneamente se observa la caída de la política
como eje articulador de las relaciones sociales, hecho que acompaña
la «porosidad» de los estados nacionales, dentro del gigantesco
proceso llamado globalización. Como consecuencia de ella los
estados-nación ya no son ejes organizadores de la vida de las
sociedades como lo eran veinte o treinta años atrás,
y esta erosión de las soberanías nacionales y de la
política parece haber sido en buena medida responsable de que
la política se haya tornado visible (las cosas suelen verse
cuando están amenazadas o cuando se van). Quizás eso
explique el resurgimiento de la historia política, una vez
que ya no se la ve como un simple derivado de la economía o
de lo social. Lo mismo ocurre con los fenómenos culturales,
con el mundo del sentido, con las ideas con las que organizamos eso
que llamamos la realidad: ya no son vistos como consecuencias de cosas
que suceden en otra parte, sino como fenómenos que tienen su
especificidad.
¿Cuál es «la gran pregunta», la
cuestión en torno a la cual la academia está tratando
de dar respuestas?
Evidentemente un tema que ha aparecido de manera muy relevante es
la globalización. Uno diría no tan nuevo, son impulsos
modernizadores, impulsos de mundialización. La mundialización
viene poniendo un pie en el acelerador cada tanto en los tiempos modernos,
y estamos en un momento de modernización acelerada, motorizada
por revoluciones tecno- científicas como la biología
genética y comunicacionales, así como por la transnacionalización
de la producción y el consumo en el mercado mundial.
¿Escuchó alguna respuesta sobre cómo
insertarse a la globalización desde la Argentina que le haya
parecido acertada, sobre todo teniendo en cuenta que en los últimos
años el país parece haber vuelto a un modelo económico
del siglo XIX?
La historia no es maestra de la vida pero ilustra. Si uno observa
distintos momentos de modernización en la Argentina, por ejemplo
el período que va de 1880 en adelante, se ve que la pregunta
es la misma: cómo incorporarse a la modernidad, al mercado
mundial, a la mundialización. Ya prácticamente nadie
cree que es posible preservar las fronteras del estado-nación
protegidas de la penetración de mercancías y de bienes
simbólicos. Siempre aparecen respuestas reactivas, que dicen
simplemente «no»; otras que son imitativas («seamos
Estados Unidos, seamos Japón») y lo que en general de
hecho termina haciéndose son incorporaciones selectivas o correctivas.
Hoy la pregunta del millón es cómo incorporarse a la
hipermodernidad preservando aquello que se considere que merece la
pena ser preservado. El Congreso de la Lengua es muy significativo
en ese sentido. La defensa de la casticidad de la lengua siempre fue
una bandera de los sectores tradicionalistas. Hoy parecería
ser que también los sectores progresistas hacen de la defensa
de la lengua un punto fundamental. El suplemento cultural de uno de
los diarios más importantes de la Argentina se llama Ñ,
la ñ se ha convertido en una especie de bastión antiglobalización
o antiimperialista...
La globalización, entonces, es uno de los fenómenos
en curso: se sabe que esto está ocurriendo, pero no se sabe
qué forma tiene, porque estamos en el medio de la polvareda
y la nube aún no se asienta. Cuando las transformaciones aparecen
frente a los contemporáneos como muy vertiginosas, el pensamiento
llega tarde: se ven distintos fenómenos que pueden ser tomados
con alarma, con optimismo o con desesperanza, pero todavía
no hay una configuración teórica que diga qué
está ocurriendo en esta realidad mundial.
En esta época, ¿falta una gran teoría,
un gran nombre?
Sí, eso es fascinante: hay épocas que no encuentran
el nombre para designar lo que está ocurriendo. Por ejemplo,
el primer trust que aparece en el mundo es la Standard Oil en Estados
Unidos en la década de 1880. Con ello, el capitalismo había
empezado a funcionar de otro modo, ya no es el capitalismo de libre
competencia: aparecen la monopolización, el capital financiero,
el imperialismo en fin. Y sin embargo, el primer libro sobre imperialismo
es de 1910. O sea que pasa prácticamente un cuarto de siglo
hasta que se le encuentra un nombre al nuevo fenómeno. Durante
un cuarto de siglo los contemporáneos vivieron con un nuevo
fenómeno sin saber qué era lo que estaba ocurriendo;
sabían que algo estaba pasando pero no tenían categorías
para encuadrarlo. Creo igualmente que estamos en un momento, como
se ha dicho tantas veces, donde lo viejo no termina de morir y lo
nuevo no termina de nacer; un momento de transición que es
un extraordinario desafío al pensamiento.
Al mismo tiempo este problema plantea otra pregunta fundamental: ¿desde
dónde mirar?, ya que no percibe lo mismo desde cualquier «lugar».
Hasta hace poco existían (es decir, se creía que existían)
dos miradores, dos atalayas, desde los cuales comprender las sociedades
y la historia. El estado-nación y/o la clase obrera se ofrecían
como esos miradores privilegiados. La clase obrera como sujeto no
hace sino retroceder numéricamente y como actor social, y el
estado-nación ve erosionada su soberanía: hace poco
me enteré que hay países que tienen embajadores no ante
Estados sino ante empresas, porque existen empresas más poderosas
que las naciones...
Algunos analistas critican a la gestión Kirchner por
no convocar a los intelectuales. ¿Está de acuerdo con
esta visión o hay una desconfianza histórica de parte
de los intelectuales a acercarse al Estado, al gobierno?
Para encuadrar la respuesta hay que recordar que esa relación
es una marca en el orillo de la relación intelectuales-Estado
en la Argentina. En otros países dicha relación es muy
diferente. México y Chile son países donde existen intelectuales
orgánicos, intelectuales que asumen funciones estatales. El
intelectual argentino tiene una relación muy conflictiva con
el Estado, y viceversa. Hay desconfianza desde los dos lugares, desde
el Estado que no los convoca porque pueden resultar «embrollones»
irrealistas, y desde los intelectuales que temen que el Estado anule
la capacidad crítica que es el timbre distintivo de un intelectual
moderno.
Sin embargo yo diría que del 84 en adelante eso se modificó
de algún modo. Y hoy, después de todo, uno ve que algunos
intelectuales son convocados desde el gobierno, incluso para desempeñar
importantes cargos de gestión estatal. Tal vez no todo lo que
sería deseable, pero creo que esto no sólo tiene que
ver con el Estado sino con que una sociedad populista siempre tiene
una relación muy conflictiva con los intelectuales.
¿Esta sigue siendo una sociedad populista?
Esta sigue siendo una sociedad populista... ¡hasta la manija!
¿Qué quiere decir populista? Quiere decir que hay una
desconfianza en los saberes llamados librescos, de manera tal que
es más escuchada la voz de alguien que no está en la
academia -como se dice despectivamente- que aquel que habla desde
la «universidad de la vida». El caso de la crotoxina fue
ejemplar al respecto. Mucha gente sigue creyendo que la crotoxina
cura el cáncer a pesar de que la principal institución
científica del país que es el CONICET dice que no cura
el cáncer. Entre nosotros hay una fuerte impronta populista
en el sentido en que se tiende a creer más en un periodista
exitoso (en lo suyo) cuando escribe textos de historia (que no es
lo suyo) que en un historiador profesional. Eso es populismo.
¿Pueden entenderse las polémicas declaraciones
de Torcuato Di Tella, el ex secretario de cultura, como una reedición
de «alpargatas sí, libros no»?
No yo creo que no. Yo creo que Di Tella es un fenómeno particular,
no hay razones estructurales en su conducta: es un dandy irónico,
una especie de niño rico también populista que jugaba
a la cultura.
¿Hay alguna cuestión, tema común hoy
en el espacio cultural latinoamericano además de la pregunta
sobre la globalización?
Hay un revival del antiimperialismo, del antinorteamericanismo. Hay
un nuevo impulso latinoamericanista, en parte motorizado por los intentos
de constituir bloques económicos regionales como el Mercosur;
en parte motivado por la política del presidente Bush, que
reedita los períodos más negros del «gran garrote»
norteamericano, cuando los garrotes ahora son armas de un excepcional
poder criminal.
Si uno compara este antimperialismo o latinoamericanismo
incipiente con el latinoamericanismo anterior de la década
del 60 y 70, ¿no había en ese entonces una matriz teórica,
un conjunto de ideas más sólidas que lo respaldaban?
Sin duda, porque ése era un antimperialismo propositivo, alternativo.
Ha habido entre nosotros al menos dos tipos de antimperialismo: uno
simplemente reactivo, ajustado a lo que un estudioso estadounidense
dijo hace varias décadas: «lo único que une a
los países latinoamericanos es el temor ante el extraordinario
poder de los Estados Unidos». En cambio, lo que sucede en los
60’s es la emergencia de la revolución cubana (en el
seno de luchas anticoloniales en el mundo), que articula una corriente
antiimperialista propositiva, en el sentido de que ese vínculo
dependiente y negativo podía quebrarse a partir de un proceso
revolucionario. Fue la última gran oleada antimperialista y
latinoamericanista, y el fracaso de los proyectos revolucionarios
implicó su propio fracaso. Hoy lo que aparece es un antimperialismo
bastante defensivo, que ha comenzado por decir «no» pero
que quizás, dificultosamente, pueda articularse en propuestas
alternativas. Pero para ello tiene que luchar contra las disparidades
entre los países de esta parte del mundo, puesto que no existe
una unidad latinoamericana como esencia. Dicha unidad también
es una construcción, y entre nuestros países no sólo
hay recelos y competencias sino también conflictos, expropiaciones
de guerra y hasta matanzas gigantescas (pienso en la guerra del Paraguay)
que han dejado un legado naturalmente vindicativo.
¿El mito de la grandeza argentina –la idea de
que estamos condenados al éxito- está terminado?
No. Creo que sigue siendo muy fuerte la creencia en sectores amplios
de la sociedad en el carácter de la excepcionalidad argentina;
excepcionalidad vinculada a soluciones mágicas que se identifican
con el batacazo. Se ve en lo que acaba de ocurrir con China: a partir
de una inversión milagrosa nos salvábamos. Sigue estando
presente la idea de la posibilidad de soluciones inmediatistas. La
argentina es una sociedad de satisfacción precoz.
¿Por eso nuestra sociedad se resiste a alinearse en
ciertas posiciones con Brasil, por una idea de grandeza que la lleva
a querer pelear la hegemonía en el cono sur?
A mí me parece que eso es una idea que va cayendo. La imagen
del Brasil como «el enemigo regional», «el polo
de gran potencia sudamericano», «el polo imperialista»
siempre fue un tema muy explotado por el nacionalismo tradicionalista
argentino. Creo que ahora ha habido como una suerte de rendición
ante la realidad, que muestra que Brasil es real o virtualmente una
gran potencia y que la Argentina ha perdido ese tren y, ojalá,
abandonado esas ilusiones.
¿Qué nombres daría como intelectuales
«pesos pesados» de este momento?
No quiero dar nombres porque siempre cometería injusticias.
Además, si bien existen sin duda numerosos intelectuales, escritores
y artistas de los que se aprende muchísimo, hace tiempo que
se sabe que cayeron los intelectuales monstruos, los intelectuales
universales, del tipo encarnado por Sartre hasta la década
de 1960. Desde entonces lo que aparece son intelectuales más
bien «locales», que intervienen en campos específicos
de los saberes. En fin, quizás no esté tan mal, quizás
esté realmente bien, y, después de todo, cada época
tiene los intelectuales que se merece. Aunque es preciso agregar que
la caída de los grandes paradigmas interpretativos produce
cierta angustia pero también una fuerte sensación liberadora.
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