|
Por Darío D’Atri
El gobierno nacional tiene su primer test electoral y la
prueba de tratar de cerrar un acuerdo con los acreedores.
Buenos Aires (Corresponsalía) > Es inevitable
un balance, así como es inobjetable un resultado positivo del
mismo. El gobierno de Néstor Kirchner ha contado en momentos
claves con cierta dosis de suerte y viento a favor, pero es justo
admitir que la firmeza con la que ha mantenido los ejes de la política
económica disparada a fines de 2002 por Eduardo Duhalde y Roberto
Lavagna le ha permitido –con el fenomenal empuje de un altísimo
consenso popular- consolidar un ritmo de crecimiento económico
envidiable para cualquier otro país.
El jueves pasado, el prestigioso y siempre crítico The Wall
Street Journal publicó un extenso y halagador artículo
sobre la Argentina, en el que se destacaba sobre todo la ¿paradoja?
de nuestro país, que crece a tasas fenomenales, baja el desempleo,
aumenta sus reservas y gasta menos de lo que recauda haciendo exactamente
lo contrario que sostiene el Fondo Monetario Internacional.
Aunque la realidad no resulte ser tan simple, y la administración
kirchnerista adopte como propios dogmas de rigidez en la administración
de la cosa pública que el FMI siempre ha pregonado, es indiscutible
el hecho de que el cambio político en la relación con
el organismo y con el Grupo de los Siete, signado por los desplantes,
no ha implicado un impacto negativo en el crecimiento.
Cierto es que conviene reservar un espacio de duda en relación
a los efectos mediatos que pueda generar la política de pocos
amigos que Kirchner ha cultivado con las empresas internacionales
y, sobre todo, en el frente de las relaciones externas. Y algo parecido
ocurre con el efecto secundario que seguramente dejará, como
una resaca amarga, la salida del default de la deuda externa.
El gobierno, aunque cueste acostumbrarse, parece potenciarse con un
estilo confrontativo, que no solo se traduce en duros discursos, sino
sobre todo en un modelo de gestión caracterizado por altísimos
niveles de concentración de las decisiones, que invariablemente
tienen al presidente como principio y final de cada caso complejo.
No importa que se trate de la puja con Brasil por la importación
de heladeras, del relanzamiento del MERCOSUR o de la crisis con los
basureros de la Capital Federal, una y otra vez es el primer mandatario
es el que pone su presencia por delante de cualquier manejo razonable,
a través de canales indirectos.
Hasta ahora las cosas le salieron bien, pero hay costos que se pagan
en el largo plazo. Por ejemplo los asociados a la incapacidad de la
administración del santacruceño para definir y lanzar
una estrategia de relacionamiento con Estados Unidos, los principales
países de Europa y aún con los países claves
de América Latina. No es cierto que sean gratuitos los desplantes,
cambios de rumbos sobre la marcha, celos irracionales demostrados
por Kirchner frente, por caso, a Lula Da Silva, o el desmanejo de
la relación con Chile, que ha llegado a limites del absurdo,
cuando debería representar por historia, prestigio de Ricardo
Lagos y presencia chilena en el mundo una ficha clave en el camino
de la reinserción argentina en el mundo.
El largo camino
En la ultima semana el gobierno terminó de tejer la telaraña
regulatoria y operativa que le permitirá lanzar el canje de
deuda a mediados de enero. Es un dato esencial, aunque no permite
anticipar para nada el comportamiento que tendrán los bonistas.
A favor operan las condiciones de los mercados internacionales, que
vuelven más atractiva la oferta de la Argentina sin que nuestro
país deba poner un dólar más sobre la mesa. En
contra hay que contar el exagerado objetivo que fijó el FMI
para considerar “exitoso” el canje: 80% de aceptación
repiten Rodrigo Rato y Anne Krueger.
Para nuestro país es clave que el FMI, es decir, el G-7, de
por cerrado el capitulo de la salida del default, porque ese será
el disparador de una renegociación ordenada con el Fondo para
refinanciar vencimientos durante el 2005, operará como señal
aprobatoria en el contexto de decisiones de inversiones de grandes
empresas, y le quitará a la Argentina un sayo que la condena
desde diciembre de 2001.
Allí es donde comienza a cerrarse el círculo. Aunque
sea irrefutable el dato que muestra que la Argentina crece a buen
ritmo aún en contra de las políticas del FMI, aunque
los pronósticos para el 2005 sean muy favorables, el gobierno
está obligado a revisar a fondo su tendencia al manejo prepotente
de las relaciones internacionales y con el poder económico,
porque solo con consenso y seducción podrá alcanzar
la meta de salida del default, tanto del real como del simbólico.
En otras palabras, con el canje no alcanza, ni siquiera con un canje
exitoso. Hace falta escuchar el reclamo generalizado de gobiernos
extranjeros, analistas independientes, del propio mercado y de las
empresas internacionales que no han digerido, ni lo harán,
el estilo “yo solo contra el mundo” del presidente Kirchner.
El año de las pasiones
Los desafíos de mayor seriedad en el frente externo se contraponen,
por así decirlo, con las perspectivas de un 2005 que anticipa
un cruel escenario de enfrentamientos políticos con vistas
a las elecciones legislativas de octubre. Kirchner jugó en
las presidenciales un rol de moderación obligado por el padrinazgo
absolutista de Eduardo Duhalde, pero desde el 25 de mayo del 2003
construyó minuto a minuto el corpus de rebeldía que
le permitió cerrar un trato poderoso con la gente, pero un
creciente batallón de enemigos en el justicialismo.
Es por eso que vale preguntarse qué cambios operará
el núcleo duro del gobierno para sortear el fuego cruzado que
le prometen en el frente externo el FMI y el G-7, y en el frente interno
la pugna electoral en la cual Kirchner se juega el moldeado de la
segunda parte de su mandato, esa que puede o no garantizarle el transito
despejado a un segundo período.
Hasta ahora las señales enviadas desde la Rosada no son tranquilizadoras,
aunque vale siempre recordar que Kirchner negocia pegando y luego
conversando. El duhaldismo viene mostrando los dientes desde que consolidó
su estructura en las últimas elecciones internas, y el resto
del PJ oscila entre la obediencia debida que siempre general un presidente
fuerte y hegemonista, y el íntimo deseo de no repetir errores
cometidos en los noventa, cuando Carlos Menem reinó con mano
dura y sin concesiones sobre el territorio partidario.
|
|