Año del centenario de la ciudad de neuquén

Carmen es nieta de José Sagristá, dueño
de la primera panadería de la ciudad

 
 
Año 1930. Fausto Fernández y Elisa Lucía Magdalena Sagristá.
El comercio se llamaba La Capital, y ocupaba un cuarto de manzana en Alcorta y Olascoaga. El visionario catalán buscaba un lugar con futuro.


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  Varias generaciones de neuquinos se enlazan en la vida de esta antigua pobladora que mantiene una memoria intacta y describe cómo era Neuquén desde su infancia.

Don José Sagristá, oriundo de Cataluña, y doña Josefa Sauleda, hija de catalanes nacida en el Uruguay, vienen a principios del siglo XX de Montevideo para radicarse en Neuquén. Llegan a la nueva capital porque un tío de Josefa había llegado con anterioridad y vio que era un lugar propicio para progresar.
“Él los ayudó –afirma Carmen Fernández Sagristá, nieta del dueño de la primera panadería neuquina-. Creo que la de mi abuelo fue una de las primeras casas de material que se hicieron en la ciudad. Ocupaba un cuarto de manzana allá por el año 1902”.

Elisa Lucía
En el año de la fundación de la ciudad nace mi madre en Montevideo, ya que mi abuela fue para tenerla en el hogar de sus padres. La abuela Josefa regresó seis meses después con su pequeña Elisa Lucía, con los gemelos varones y otra hija mayor. Años después nació el neuquino Héctor Luis, quien en los años ’30 se hizo cargo del comercio. Mi abuelo –recuerda Carmen- había sido un hombre de muy buenos sentimientos, muy bueno, muy apreciado por todos”.
Carmen vivía con sus padres en la calle Corrientes entre Perito Moreno y Mitre, donde había muchos chicos y recuerda que jugaban en la calle. Todos eran alumnos de la Escuela Nº 2. “Muchas veces –enfatiza Carmen- para cruzar la playa de maniobras lo hacíamos por debajo de los vagones. Recuerdo que había un tal Calderón que manejaba una avioneta que aterrizaba a donde hoy está el Hotel Comahue. Y de la Escuela nos llevaban a ver cómo funcionaba la máquina. También estaba el Tiro Federal, todo lo que hoy es céntrico eran bardas donde la gente iba a cazar perdices”.
Su padre, Fausto Fernández, era también de oficio panadero y conoció a Elisa Lucía trabajando con don José. No habían cumplido veinte años cuando contrajeron enlace.
“Todo era un gran baldío –indica Carmen- la Olascoaga no existía, era una calle ancha de tierra…así nomás. Acá sí que trabajaban los zapateros porque de tanto pisar los arenales a las mujeres se les rompían los tacos”.

Vida sencilla
“La vida era sencilla, cómoda, no faltaba nada. Usábamos la estufa a vela “Estilar” o la “Volcán” de ocho velas, eran a nafta y había que bombearlas –afirma sonriendo Carmen-. Mamá la ponía para calentar el cuarto antes de que nos levantáramos”.
El matrimonio de Elisa Lucía Sagristá y Fausto Fernández fue alegrado con el sucesivo nacimiento de varios hijos. Primero fue Nélida, luego Carmen, José Fausto y Carlos Víctor.
“Mi padre falleció joven, por esta causa –memora Carmen- nos fuimos a vivir a la casa de los abuelos. Recuerdo que hubo en la ciudad una gran epidemia de escarlatina –indica Carmen- yo tenía apenas seis años, nos enfermamos y nos atendía el doctor Eduardo Castro Rendón”.
Elisa Lucía –su madre- era ama de casa. “Con los vientos que había, por suerte a mí no me molestaron nunca –afirma Carmen sonriendo- pero había tanta tierra que no te dejaba ver. Y no eran vientos de un día, sino de dos o tres días seguidos. Como la ropa se lavaba a mano con la tabla y el fuentón, esos días no se la podía colgar. Tuvimos luz eléctrica cuando yo tenía diez años. Mi papá fue el socio Nº 10 de Calf”.

Abuelo visionario
“El abuelo tenía dos caballos en una gran caballeriza. Los tenía para el reparto de pan. Siempre recordaba que abrió la panadería un 23 de diciembre y no durmió durante una semana porque hizo todos los “pandulces” de regalo para ganarse la clientela. Era un hombre bondadoso y sumamente alegre. Esos primeros pobladores eran visionarios porque ¿Qué había? No había nada. Solamente médanos y pastos duros. Pienso que eran gente muy sacrificada. Recuerdo también el incendio del Distrito Militar que estaba donde hoy está el supermercado Norte. Estuvieron los restos durante años, era refugio de crotos y de parejas. Durante el incendio veía a los soldados con los capotes chamuscados. Justo ese día me había quedado a dormir en la casa de mis abuelos”.
“Mi hermana mayor fue a “Corte y Confección” y rendía los exámenes en Bahía Blanca. Dos años después fui yo a lo de la señora de Canelo, que enseñaba con el “Sistema Sofía” en la diagonal Alvear entre San Martín y Juan B. Justo. Un detalle importante de las antiguas construcciones neuquinas que siempre me llamó la atención es que había muchos frentes de chapa, por ejemplo en Linares entre Sarmiento y Olascoaga”.
Carmen, que ya cumplió ochenta años, continúa desovillando las historias de su vida en la ciudad.
“De mis hermanos el más chico era repostero y José era panadero y trabajaban con el abuelo. Mi tío Héctor era solterón. Creo que de viejo se arrepintió de no haber formado una familia. Nos quería mucho a nosotros y a mis hijas. Mucho no salíamos, yo por ejemplo iba a la ronda en el cine de la calle Sarmiento. Si era de noche íbamos siempre acompañadas por mamá. En verano nos gustaban las kermeses que se hacían donde hoy está la Galería Jardín, allí armaban los kioscos y la pista para el baile”.

Familia neuquina
“Me casé joven y también quedé viuda en mi juventud de Julio Montiel, que era un gran deportista, un hombre muy buen mozo, muy buena persona, que había venido a Neuquén desde la provincia de Buenos Aires; tuvimos dos hijas Norma Zulema y Susana Elisa que también fueron alumnas de la Escuela Nº 2. La mayor se recibió de maestra y en Bahía Blanca hizo el profesorado de Geografía y trabajó en el Poder Judicial. Susana, egresó del Colegio San Martín y se fue a estudiar derecho a Buenos Aires, en la actualidad ejerce como magistrado en el área de Justicia. Estoy muy orgullosa de mis nietos Martín, Juan Manuel, Leandro y María Elisa y de mi bisnieto Julio Esteban”.
“Cuando quedé viuda tan joven mi mamá me dio una idea. Como no había muchas pensiones y venía mucha gente a trabajar, entre las dos pusimos una en la calle Mendoza 50. Y ahí empezamos las dos a dar de comer en el mismo lugar donde vivíamos. Después en el garaje pusimos camas, y también en la habitación de servicio que había arriba. Llegó un momento que teníamos la pensión completa. Desde luego, mi mamá era una gran cocinera y además tenía muy buen carácter. Tengo el orgullo de haber recibido el diploma y la medalla de Vecina Ilustre, y guardo además el diploma que recibió mi madre en el cincuentenario de la capital”.

 

 


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