|
Por SANTIAGO POLITO BELMONTE (*)
En ciertos ámbitos académicos, es muy común escuchar
la afirmación de que a principios del siglo XX la universidad
argentina estaba reservada a los hijos de la oligarquía. Como
toda generalización esa afirmación es por lo menos inexacta,
y no puede ser tomada seriamente de manera absoluta. Que para los sectores
obreros y aun para los incipientes sectores medios, no era fácil
enviar sus hijos a la universidad no es un secreto para nadie que sea
medianamente informado. Si lo pensamos un poco, convengamos en que también
hoy es así, pero con una innegable diferencia: hace cien años
y aun hace cincuenta años, concurrir a la universidad era imposible
si no se iba de traje y corbata y si se trataba de las facultades de
derecho casi podríamos agregar que también el uso del
chaleco era de rigor.
Más aún, hace cien años el atuendo universitario
ineludible requería también sombrero y guantes y el elemento
femenino estaba casi ausente de las aulas. Si a esto agregamos que el
acervo de las bibliotecas públicas era más limitado que
en la actualidad; que los libros -salvo excepciones- no se editaban
en la Argentina sino en Europa y su costo, proporcionalmente, era más
elevado que ahora; que por entonces contábamos con sólo
tres universidades: Córdoba, Buenos Aires y La Plata y que quienes
no residían en esas ciudades debían vivir en pensiones
y lejos de sus familias mientras duraban sus estudios; que en esas tres
ciudades ir a la universidad, por lo general significaba, en la mayor
parte de los casos, viajar un largo trecho en tranvía, lo cual
también insumía un lapso prolongado y un costo adicional.
Realmente hay que convenir en que hace cien años realizar estudios
universitarios era casi privativo de los hijos de la clase alta, aunque
no de manera taxativa ni excluyente.
Simplificación
Afortunadamente, hoy, aunque muchas de esas vallas perviven, el acceso
se ha simplificado un tanto. Con todo, no podemos menos que recordar
que en 1904, el primer Diputado Socialista que hubo en América,
vivía en el Barrio de la Boca y su madre era una simple planchadora.
La abnegada señora debe haber alisado, y no precisamente con
una plancha eléctrica, miles de prendas para que su hijo pudiera
llegar al doctorado, pero llegó: se trataba del Dr. Alfredo
Palacios.
También hoy encontramos egresados que provienen de hogares
muy humildes y de escasos recursos. Invariablemente, si se les pregunta
cómo hicieron para llevar adelante sus estudios, responden
que superando las dificultades con un esfuerzo sostenido y con el
apoyo de sus familias. En muchos casos la respuesta es menos académica
pero más expresiva: mencionan que ellos y sus padres, durante
mucho tiempo, vieron obligados a destrozar cierta región corporal
para poder avanzar sin desmayos. Aceptemos también que la mayor
parte de nuestro magro porcentaje de egresados terciarios pertenecen,
en buena medida, a esa franja sacrificada, registro que no es exclusivo
del nivel superior, porque también en los otros el éxito
en los estudios no se debe sólo a las capacidades y a los esfuerzos
personales de los alumnos; ni tampoco a la dedicación de aquellos
que a pesar de todos sus propios contratiempos siguen creyendo en
la educación -los buenos docentes, que existen y por suerte
son numerosos-; ni sólo a la circunstancia de que la institución
educativa a la que se concurre posea un ambiente acogedor; menos todavía
al hecho eventual de que los progenitores hayan cursado niveles educativos
elevados, sino a la conjunción, si no de todos, al menos de
varios de esos factores pero, sobre todo, casi ineludiblemente a la
relación sinalagmática, es decir bilateral, con recíprocos
deberes y derechos, de los familiares y los docentes, de la Familia
y la institución Educativa.
(*) Miembro de la Junta de Estudios Históricos. |
|