Por Darío D’Atri
La Capital Federal y el Gran Buenos Aires es un polvorín
convertida además en tierra de nadie.
Buenos Aires (Corresponsalía) > Es un
ciclo sinfín, que una y otra vez acosa al gobierno y que por
momentos parece acorralarlo. La inseguridad es un fenómeno
estructural, mitad herencia de los procesos de exclusión y
abandono de los ’90, mitad consecuencia de fenómenos
delictuales de alta escala, en la que priman el narcotráfico,
el robo de autos y ahora los secuestros extorsivos.
Carlos Menem tuvo la suerte de no sufrir durante su administración
el costo político que conlleva el flagelo de la inseguridad;
aunque sintió en los últimos dos años de gobierno
el impacto de crecientes olas de asaltos a domicilios de la Capital
Federal y Gran Buenos Aires. Fernando de la Rúa fue el primero
en acusar el golpe político de la inseguridad como epidemia,
aunque su negación existencial lo llevó a ignorar el
problema.
Tras el estallido social que trajo el final catastrófico de
la convertibilidad, Eduardo Duhalde fue el primer presidente en comprender
y sentir en carne propia la capacidad de desestabilización
emocional que provoca en la población la inseguridad como fenómeno
sistemático, generalizado y creciente.
Comprensión
Aunque los crímenes de los piqueteros Santillán y Kosteky,
que lo obligaron a adelantar las elecciones presidenciales, fueron
hechos políticos, Duhalde supo comprender que en la Argentina
la inseguridad y la violencia en la calle son factores profundamente
más shockeantes en términos sociales que la propia desocupación
o la pobreza.
Ahora, Néstor Kirchner vive acosado por los fantasmas cotidianos
de la inseguridad. Desde el inicio de su gestión sabe el santacruceño
que los secuestros, los asaltos a mano armada y los delitos contra
domicilios particulares son un polvorín que, en Capital Federal
y los cordones del Gran Buenos Aires, rompen a la larga toda expectativa
positiva de la gente.
Desde el día uno de su gobierno, Kirchner no hizo otra cosa
que aumentar su nivel de involucramiento en el tema de la inseguridad
y darse cuenta que cada vez la situación es peor y parece más
lejos la solución.
Apuesta
Esta semana, Kirchner dobló la apuesta que había tomado
cuando trajo a las cercanías de su despacho la Secretaría
de Seguridad Interior, dirigida por Alberto Iribarne, que pasó
a depender del Ministerio del Interior. Lo hizo cuando lanzó
una velada amenaza política a los sectores de derecha que resisten
y boicotean la política de seguridad de la provincia de Buenos
Aires, invitando a un abrazo peronista al cascoteado ministro de Seguridad
bonaerense, León Arslanian.
El ex camarista, luego de dos semanas de una nueva ola de secuestros
(más de 20), recibió el apoyo presidencial como un salvavidas
en la tormenta, pero sobre todo terminó de comprender que es
el propio presidente su jefe natural en la cruzada que ha desatado
contra la temible policía bonaerenses, con purgas masivas que
no hacen otra cosa que comprobar que no hay una manzana podrida, sino
cajones.
Estrategia
Kirchner, que decidió el virtual solapamiento de la jurisdicción
de la policía bonaerense en el Gran Buenos Aires con fuerzas
de la Federal, Gendarmería y Prefectura, está reforzando
la apuesta estratégica de Arslanián, que cree en la
intimidad que poco y nada de la actual estructura policial bonaerense
es recuperable y, peor aún, que conoce a fondo la responsabilidad
directa de los altos jefes policiales de ese distrito en todos y cada
uno de los sectores del delito organizado.
Arslanian y Kirchner, desde aquella visión clara de la necesidad
de neutralizar a la policía bonaerense para iniciar el camino
de lucha contra el delito, han puesto también sus cañones
contra el padre de Axel Blumberg.
El ex ingeniero textil no hace otra cosa que apuntar contra el ministro
de Seguridad de Felipe Solá, apoyado por sectores políticos
profundamente enfrentados al gobierno nacional, por buena parte de
los expulsados de la policía bonaerense y por segmentos de
derecha reaccionaria, que preferirían una política de
mano dura, pero que no toque las estructuras actuales de control policial
del delito.
Golpe
Por ideología y por intereses directos, buena parte de los
sectores que se escudan tras la cruzada Blumberg minan sistemáticamente
la cruzada Arslanián, algo que Kirchner ha decidido no aceptar,
en parte por ideología y sobre todo porque recuerda las consecuencias
del paso por la gestión del ministerio de Seguridad de Buenos
Aires de adalides de la mano dura contra el delito.
Para el presidente, la guerra contra la inseguridad tiene el sentido
de un mandamiento, porque presiente que aparte de minar capital político
de cualquier dirigente, el fenómeno del miedo tiene un alto
potencial de aprovechamiento político en su contra por parte
de los segmentos más reaccionarios al proyecto político-económico
del santacruceño. El Gran Buenos Aires es, en ese sentido,
un barco de fidelidades políticas a merced de los vientos furiosos
que engendran el miedo y temor colectivo a causa de la inseguridad.
Diálogo
Es cierto que el presidente, como los gobernadores a los
que acosa con sus visitas, no tiene chances aún de llevar a
Blumberg al terreno en el que sabe podría derrotarlo fácil,
el de la lucha política. Por eso acepta conversar con él,
lo sienta como hará esta semana en su despacho para escuchar
planteos muchas veces antojadizos y al borde de la legalidad. Blumberg,
ya lejos de los primeros impulsos y lucha desesperada tras el asesinato
de su hijo, sigue negando intencionalidad política a sus actos
pero vive flirteando con dirigentes de centroderecha.
La última jugada presidencial, cerrando filas con Arslanián
y enviando tropas extrañas a tierras bonaerenses, no es más
que otra movida de fichas en un interminable juego de estrategias
que cambian al compás de una dinámica dada por la inseguridad
que siempre supera la capacidad de respuesta de los gobiernos.
Hace meses Kirchner decidió que el costo de asumir directamente
la dirección de la lucha contra el delito es tan alto como
inevitable, por eso eligió tomar el toro por las astas. El
problema es que lo ha hecho desde su estilo centralista y de un hegemonismo
excluyente. Un camino que ha puesto necesariamente a la oposición
en la vereda de enfrente, en un tema que por su impacto sobre la vida
democrática debería ser tratado como política
de estado.
Pasividad
La oposición, es cierto, no ha hecho el mínimo esfuerzo
por romper esta lógica y lanzar desde su lugar una apuesta
superadora que obligue al gobierno a negociar consensos.
En el medio, claro, el miedo cotidiano de la gente es una triste moneda
de cambio en pujas de poder realizadas sobre estadísticas de
secuestros y asesinatos.
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