El fantasma de Canterville

Despareja, pero emotiva

 
 
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  Neuquén > «El Fantasma de Canterville» es uno de los últimos estrenos de la más exitosa dupla confomada por Pepito Cibrián y Ángel Mahler. Sin haber tenido el éxito de «Drácula» o «Las mil y una noches» (también de ellos), la obra sin embargo llegó a la región después de cumplir su segunda temporada en el Teatro del Globo de Capital Federal.
Está basada en el cuento de Oscar Wilde, que en su momento dio lugar a acertadas interpretaciones que la definieron como una elegante crítica proveniente del idealismo europeo que profesaba el escritor anglo-irlandés hacia el materialismo de la naciente sociedad norteamericana.
Narra la historia de un marqués que debe vender su castillo, en Canterville. Sus nuevos dueños son Nicholas Otis Otison y su bullanguera y superficial familia, que de inmediato es rechazada por los fantasmas que vivían en el Castillo. Estos harán lo posible por asustarlos para que se vayan, pero caen en una profunda depresión ante el pragmatismo de los yanquis, a quienes nada espanta.

Contrapuntos
Algunos detalles de la puesta pueden explicar las razones de que no haya tenido idéntica repercusión: la escenografía es decididamente pobre (sólo algunos atriles y escaloncitos móviles que cumplen funciones diferentes a lo largo de toda la obra) y, en lo que a la historia respecta, el guión cayó en algunos estereotipos excesivamente obvios y carentes de relación con el resto de la puesta. El tono dramático y el ambiente gótico en que se mueven los increíblemente caracterizados fantasmas no se corresponde con la época a la que pertenecen los personajes de la familia, algunos de ellos extraídos de una mala película de niños revoltosos (con pecas pintadas, anteojos gruesos y disfraz de equipo de fútbol americano). Tampoco se entiende demasiado la alusión permanente a los productos en aerosol que vende el señor Otis, que si bien causan gracia aparecen completamente fuera de contexto.
Pero, por otro lado, algunos pasajes sencillamente erizan la piel. Las voces de todos, sin excepción, son impecables. Con el apoyo de una orquestación emocionante, las escenas en que los fantasmas bailan y sufren con sus voces de tenores y sopranos cantando aquellas canciones celestiales, y cuando la familia en pleno (en la que sobresale la actuación de la señora Otis) se despide del castillo embargada por la tristeza, despiertan por sí solas todo el fervor que la obra merece y, de hecho, consigue.

 

 


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