Neuquén > Un arqueólogo
francés del Siglo XIX dijo que la cuna de la humanidad tenía
rueditas, porque con cada hallazgo arqueológico se alejaba más
de nosotros. Y no se equivocó, porque de los dos millones de
años de antigüedad que a mediados del Siglo XX se le adjudicaba
a los primeros homínidos, se pasó a tres, luego a cuatro
y, aunque las polémicas abundan, cada nuevo encuentro aumenta
la cifra: al más reciente, prima facie, le calcularon siete millones
de años de antigüedad.
Con ser notables, esos datos no agotan el asombro ni mucho menos, si
reflexionamos que en ese extenso lapso, hace sólo cinco mil o
cinco mil quinientos años que los seres humanos accedieron a
la escritura superando graves dificultades que no se agotaban en el
esencial cómo escribir, ya que también hubo que resolver
sobre qué materiales escribir y, consecuentemente, con qué
escribir, avanzando lentamente hacia la secuencia: Jeroglífico-Alfabeto;
Papiro-Pergamino; Tintas.
Lo cierto es que, sin temor a exagerar, se puede afirmar que los seres
humanos fueron realmente tales recién cuando estuvieron en condiciones
de enviar mensajes escritos a distancia, en el espacio y en el tiempo,
con la posibilidad de guardarlos en el banco de informaciones colectivo,
acrecentando lentamente los saberes que hasta hoy poseemos respecto
al cosmos.
Es cierto que los helenos crearon los cantos homéricos antes
de haber accedido a la escritura y que la transmisión oral de
una a otra generación había ido incrementando los conocimientos
de los hombres. Es probable también que, tal como se ha venido
afirmando, Aristóteles (384-322 a.C.) y Leonardo da Vinci (1452-1519
d.C.) hayan sido capaces de reunir en sus mentes, todos los conocimientos
que poseían los seres humanos de sus respectivas épocas,
lo cual resulta asombroso. Después de ellos, la acelerada acumulación
de conocimientos, diversificados en incontables compartimentos, tornó
imposible volver a repetir esa hazaña. Que ese crecimiento, hasta
hoy incontenible, se acrecentó al perfeccionar Gutenberg la imprenta
de tipos móviles, posibilitando que la letra impresa inundara
el planeta, difundiendo y masificando los conocimientos, es un dato
que todos conocemos junto con el que nos dice que en este Siglo XXI
todavía permanecen analfabetos muchos millones de seres humanos.
¿Adónde apuntan estas disquisiciones sobre La Escritura,
el Libro y las Bibliotecas? A la generalizada preocupación por
los precarios niveles de lectura que muestran nuestros estudiantes y
al hecho de que, entre los variados problemas que aquejan hoy a nuestro
país, el más acuciante es el referido a nuestras deficiencias
en lo educativo, habida cuenta de que todos los otros problemas, en
mayor o menor grado, guardan relación con ese déficit,
en cuya base se sitúa todo lo concerniente a la lecto-escritura.
Si buscamos un orden lógico, así como para llegar a la
escritura fue necesario resolver no sólo lo referido al sistema
de escritura y sus signos ortográficos sino también al
tema de sobre qué materiales y con qué elementos escribir,
resulta axiomático que, para estudiar, ya desde los niveles iniciales
siempre será imprescindible, en primer lugar, aprender a leer
y de inmediato practicar asiduamente la lectura, a cuyo fin, desde una
lógica elemental, también será ineludible disponer
de materiales de lectura y de una práctica constante.
Esa secuencia digna de perogrullo, inequívocamente está
remarcando la importancia de los tradicionales libros de lectura, esos
en los cuales cada época y sociedad puso el sello de sus ideales
comunitarios. Gustavo F.J. Cirigliano tiene, entre los libros de su
autoría, uno titulado El Libro de Lectura lee al país,
en el cual demuestra cómo, los libros de lectura de la escuela
elemental, en todos los tiempos, reflejaron siempre cuál era
el tipo de país que se deseaba y cuáles los valores priorizados
por su sociedad.
Más allá de los reparos y críticas que puedan formularse
a esos fines, lo cierto es que sin libros y sin sus lecturas es prácticamente
imposible aprender a leer de corrido y sin ese conocimiento básico
resultará utópico pretender avanzar en la adquisición
de conocimientos sistematizados y graduales.
No es de extrañar entonces que el año pasado, en una evaluación
internacional realizada con alumnos de 4º Grado de 35 países,
la República Argentina haya quedado relegada al puesto 31º
respecto a los niveles de lectura acreditados por sus educandos.
Por otra parte, crisis económica de por medio, el acceso al libro
se ha hecho cada vez más difícil para las familias de
bajos recursos. Nos preguntamos: ¿Qué resultará
más oneroso? ¿Afrontar nuestros bajos niveles educativos
y a corto plazo sus graves consecuencias socioeconómicas o invertir
en la edición masiva de libros de lectura para los grados primarios?
Pensamos en libros con contenidos regionales que inicien al niño
en el conocimiento de la Geografía, la Historia y la Literatura
de su provincia. ¿Es tan disparatado pensar en ese tipo de soluciones?
Puntualicemos que apoyados en el refrán (sabiduría popular)
que dice: Al regalo de arriba, no se lo estima, no estamos pensando
en una distribución totalmente gratuita, sino en un programa
que además de iniciar a los niños en el placer de la lectura,
los vaya educando.
Profesor Santiago Polito Belmonte Miembro de la Junta de Estudios Históricos