Por Pablo Fermín Oreja
Con suaves pinceladas literarias el autor de la nota describe
sus impresiones y con maestría cuenta cómo era y cómo
veía a la capital del territorio luego convertido en provincia.
La ciudad de Neuquén es, desde mis años de niño,
una inevitable referencia en el mapa de mis recuerdos. Ya adolescente,
comencé a frecuentarla y me impacté con sus grandes
figuras, sus bardas y el toldo ocre de sus vientos patagónicos.
Rionegrino
Yo soy un vecino de General Roca, rionegrino. Pero Neuquén
me ha brindado amigos que se fueron, muchos de ellos, pero se niegan
a desaparecer. De aquél tiempo del viejo “chalet”
fundacional en la pedregosa avenida Argentina, me queda una melancólica
estampa de poder territoriano. No sé si se había disuelto
del todo la polvareda de los carros que trajeron a sus pioneros desde
Chos Malal.
Recuerdo que en casa, el 4 de agosto de cada año el aniversario
de la ex capital neuquina coincidía con el cumpleaños
de mi madre, que había nacido en 1888. y yo le decía,
risueñamente: “Mamá, vos podrías haber
conocido a Sarmiento, porque el murió el 11 de septiembre,
cuando vos tenías un mes y una semana de edad…”
Siendo yo muy niño, se hablaba de Neuquén en mi casa:
mi padre que tenía un servicio de transporte de pasajeros de
esa ciudad y al sur rionegrino, con dos automóviles de su propiedad
que había traído desde General Conesa cuando la familia
se trasladó a General Roca, en 1921. Yo llegué en brazos
de mi madre, con apenas un año de edad. Más tarde, creo
que mi padre tuvo alguna forma de vinculación comercial con
Amaranto Suárez, hasta que se interrumpió la misma y
él se alejó de la zona.
Los grandes pioneros
Eran los años ‘30, un día viajé a Neuquén
en el “trencito”, para visitar a mi hermano Manuel, que
se encontraba allí, trabajando en tipografía en el taller
de don Otto Max Neumann, que editaba el periódico “El
Territorio”, cuyas páginas publicaron algunas de mis
primeras poesías de esa época.
Después los sucesos se abalanzaron y adquirieron mayor rapidez:
conozco al doctor Juan Julián Lastra y, de la mano de él
y de don Ángel Edelman, que sería el primer gobernador
de la provincia (1958), accedo una noche de 1942 a la Tribuna de la
Biblioteca Alberdi, en el antiguo salón del Club Independiente.
Presentado por Lastra, mi lanzamiento marca allí una impronta
jamás superada.
Admito que esto no está muy organizado cronológicamente.
Por los días que nosotros llegábamos a General Roca,
llegaba aquí, desde Neuquén, el primer aeroplano comandado
por el piloto francés René Menard, que había
actuado en la Primera Guerra Mundial. Era acompañado por don
Amaranto Suárez y aterrizó, ante el estupor de los vecinos,
en un terreno aledaño a las vías del viejo ferrocarril,
donde se levantaba la antigua bodega Swaya, en General Roca.
Eran los tiempos en que, cancelada la era de la “asfaltada”,
surgía promisoria la fruticultura y la horticultura. La ciudad
de Neuquén desbrozaba sus montes y arenales, mientras un parche
de verdor asomaba en la Confluencia, cuna de muchos vecinos del lugar.
Y así, entre estupores por la herencia intelectual y literaria
de Eduardo Talero, de Carlos Bouquet Roldán, de Félix
San Martín, la ciudad de las bardas fue puliendo su silueta
expedicionaria, hasta recalar en la aventura cívica de la provincialización
y dar paso al tesoro geológico de su cuenca petrolífera
y encontrar allí, la riqueza que costearía su desarrollo
presente.
Poesía y belleza
Una mañana, con mis jóvenes veinte años, el ferrocarril
me trasladó hasta Covunco, donde cumpliría mi servicio
militar. Fue entonces cuando descubrí la cordillera, su gente,
su historia, sus bellezas. Y así, en la sugestión romántica
del escenario y las voces trascendentes de sus poetas, publiqué
mi primer libro titulado “Evocaciones Neuquinas”. Por
esos mismos días, ingratamente, Juan Julián Lastra nos
dejaba. Corría 1948.
¿Qué más puedo decir de la Neuquén centenaria
que se apresta a celebrar el siglo transcurrido desde que Joaquín
V. González la consagró para un destino maravillosamente
trabajado?
Admiremos su proyección urbana, que venció a la arena
y a las bardas, pero más allá de la construcción
edilicia, cuidemos y restauremos los nombres de los soñadores
que la fundaron para una alcurnia que se expresa con los valores eternos
del espíritu.
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