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Opinión
Neuquén > Un personaje con poderes extraordinarios. Un hombre que puede saltar de un edificio al otro. Una mujer que vuela por la ciudad. Entonces, el click: “Ah, pero entonces es una película para chicos”, se escucha una y otra vez al comentar este tipo de argumentos.
Es que, durante mucho tiempo, las cintas de dibujos animados fueron tomadas como una cuestión para niños. Y los largometrajes sobre mundos irreales, exclusividad de los más pequeños.
Pero no se trata de una cuestión de chicos o de grandes. Aquí se produce el razonamiento falaz.
Parece que aquella posibilidad que tiene el ser humano de crear nuevos mundos, en base a sus conocimientos empíricos, no es una cuestión para tener en cuenta. Para valorar.
Es así que el letargo que vive la imaginación del hombre -que lucha contra la falaz idea de que está todo inventado- ha llevado a despreciar la posibilidad de fantasear y disfrutar de lo que no se adapta a las estructuras de conocimiento existentes.
Es que, seguramente, la fantasía es un problema. Serio. Grave. La fantasía permite la posibilidad de vislumbrar una manera distinta de ver la cotidianeidad. De ver cosas que hoy no se permiten ver. De enfocar las situaciones diarias de otra manera. Y, en definitiva, de ver la vida distinta.
Entonces, resulta más fácil despreciar aquello que “complica”. Reducirlo a una mera cuestión de niños. Aunque, en realidad, termine siendo una manera de no correr riesgos, de no abrir una puerta que termine generando la necesidad de abrir decenas de otras puertas, ya mucho más profundas. De no revisar concepciones y creencias, por miedo a encontrarlas con huecos o caducas.
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