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Por Santiago POLITO BELMONTE
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En 1951, la televisión, en blanco y negro,
inició sus transmisiones en nuestro país. La radiodifusión,
en la que Argentina fue pionera, las había comenzado casi
treinta años antes, aunque en el decenio siguiente (Década
Infame para algunos y De Restauración del Honor Nacional
para otros) en el interior del país, salvo en las ciudades
importantes, la radio estaba todavía poco desarrollada, al
igual que en los suburbios y barrios obreros de la Capital Federal,
en los cuales muy pocos hogares contaban con aparatos ojivales eléctricos,
o con baterías de grandes pilas o aun con la primitiva radio
a galena, alrededor de las cuales, después de lavar los platos
del almuerzo, se juntaban las amas de casa de la cuadra, para escuchar
los tremebundos dramones de “El Caserón de las Ánimas”
que difundía la compañía de Pancho Staffa o
las ocurrencias de Churrinche, audiciones de las cuales, por supuesto,
estaban severamente excluídos los más chicos. Se comprenderá
que los que hicieron la primaria en esa época leyeran mucho
más que los de ahora, ya que la lectura, de libros o de diarios,
a pesar de la generalizada crisis económica, comparativamente
estaba más extendida que en la actualidad. Las radionovelas
del tipo de “Los Pérez García”, escuchadas
en familia apasionadamente, se difundieron recién a fines
de los años cuarenta, junto con la transmisión de
eventos deportivos: automovilísticos con los Hermanos Sojit
o los partidos de futbol con Borocotó y Cía. Sin temor
de errar podría decirse que hasta 1950, para muchos, el libro
era un refugio mágico que les proporcionaba, aún más
que el cine dominical, mundos de fantasía en las novelas
de Julio Verne y de Emilio Salgari o en las policiales de Sexton
Blacke. Por supuesto que era un mundo distinto: hasta el lanzamiento
del Sputnik soviético en 1957 la novela “De la Tierra
a la Luna”, de Julio Verne era ciencia ficción imaginativa,
mientras que para millones de terráqueos y más aun
para los párvulos, en julio de 1969, ese viaje de resultó
real cuando lo visualizaron en las pantalla televisivas: la Apolo
XI estadounidense alunizó y Neil Armstrong, su comandante,
bajó de la cápsula espacial y dio los primeros pasos
humanos sobre la superficie de la hasta entonces romántica
o funanbulesca Luna. Todos accedimos entonces a la materialización
real de una nueva cosmovisión y más aun los pequeños
televidentes.
En otro orden de cosas, los niños y adolescentes de los años
treinta manejaban sin problemas tres lenguajes de un mismo idioma,
el español. En las escuelas, las maestras (normales nacionales)
exigían el “Tu” y se erizaban si escuchaban el
“voseo” o el uso de “che”, formas que constituían
un lenguaje aceptado en el ámbito familiar, del cual el “lunfardo”
estaba excluído.
(*) Profesor. Miembro de la Junta de Estudios Históricos
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